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Opinión El contexto le es absolutamente adverso

La floja cuerda de Nicolás Maduro en Venezuela

Julio Burdman

El Economista

Tras diecisiete años de gobiernos bolivarianos, la división y polarización política es una realidad insoslayable en Venezuela. Aunque desde hace un año no hablamos de un país partido en dos mitades: con la crisis económica, el chavismo ha perdido fuerza. Recordemos que en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015, la oposición reunida en la Mesa de Unidad Democrática (MUD) obtuvo el 56% de los votos y 112 de los 167 escaños de la Asamblea Nacional, que pasó a dominar sin mayor problema. En esa misma elección, la coalición oficialista logró algo más del 40% del total de los votos. Desde entonces, el respaldo al oficialismo se ha deteriorado un poco más: encuestas de los meses de abril y mayo ya arrojaban un saldo de popularidad de menos de 30% para el presidente Nicolás Maduro.

 

 

El sucesor de Chávez cumplió en abril los primeros tres años de su mandato de seis, plazo mínimo para que la MUD, decidida a removerlo, pueda pedir un referéndum revocatorio. Y eso es lo que se juega por esta hora. El principal argumento de la oposición, y de los aliados internacionales que la acompañan en esto, es que la Venezuela bolivariana ha dejado de ser una democracia.

 

 

Asediado por acusaciones de corrupción y narcotráfico, por el duro mensaje de la prensa opositora y por un contexto internacional adverso, Maduro intenta resistir. Para convocar al referéndum, se requieren juntar avales por el equivalente al 20% del padrón electoral, y pasar el filtro de un Tribunal Superior Electoral, sensible a la influencia del Gobierno. Si la oposición logra habilitar el referéndum (seguramente juntará las firmas, aunque hay dudas sobre si pasará el TSE sin dificultades), todo indica que ganará: para la consultora Datanálisis, el 75% votaría así. Si no logra habilitar el referéndum, la tensión se incrementará.

 

 

Mientras tanto, la crisis social sigue su propia dinámica. El elemento disruptivo, que alcanzó proporciones inéditas durante el gobierno de Maduro, es la crisis financiera del Estado.

 

 

La caída de productividad de PDVSA y de los precios del petróleo, conjugado con fuga de capitales y alto gasto en una economía muy dependiente de las importaciones para su abastecimiento, produjeron un acelerado desfinanciamiento público. Para este año, se acumulan vencimientos de deuda por más de U$S 10.000 millones, siendo las reservas oficiales de unos U$S 16.000 millones, de los cuales solo U$S 2.500 millones son en efectivo.

 

 

Los altos niveles de inflación y riesgo país cierran las alternativas de refinanciación, y la dramática escasez de dólares explica el cierre masivo de importaciones, ya que el Tesoro es una aspiradora de todo billete verde circulando para cumplir con los pagos y evitar la caída en default. Para un país eminentemente petrolero, el default no es una opción: una cesación de pagos pondría en jaque a toda la industria petrolera, llevando al país al desastre.

 

 

Mientras tanto, el desabastecimiento en las góndolas y almacenes venezolanos, producto del cierre importador y de las conductas de acopio resultantes de la altísima inflación, desataron un creciente malestar en la población. Lo que incluyó situaciones de conflicto en la frontera colombovenezolana, protagonizadas por venezolanos que buscaban cruzar la frontera de a pie para comprar alimentos y productos en el país vecino.

 

 

Las Fuerzas Armadas han adquirido un poder creciente en los últimos tiempos, y ello se debe en buena medida a su nuevo rol como garantes del abastecimiento de alimentos y bienes básicos, en el marco del reciente decreto presidencial que da plenos poderes al Ejecutivo en materia económica.

 

 

Venezuela está en un estado de economía de guerra. El pasado 14 de julio asumió formalmente como ministro de Defensa el general Vladimir Padrino López, sobre quien están depositadas las esperanzas de diversos actores. Que incluyen al oficialismo, sectores de la oposición, y las embajadas que siguen la situación venezolana. Se espera que Padrino mantenga unidas a las Fuerzas Armadas en caso de una escalada de la crisis, y tenga éxito en la política de mantener la distribución y el abastecimiento de insumos a la población. El escenario más temido por todos es una escalada de la violencia como resultado de una fragmentación militar. El contexto es claramente adverso pero, hay que destacar, la mayoría de los actores no está apostando por salidas caóticas.

 

 

La región no está teniendo, en esta coyuntura, capacidad de intervención. Brasil, el articulador y facilitador regional de los últimos años, atraviesa por un momento de incapacidad diplomática. Su presidente, Michel Temer, no puede salir del país porque no cuenta con un vicepresidente. Desde que asumió la Presidencia, hace tres meses, no se movió de allí ni recibió a mandatarios extranjeros (salvo un discreto cóctel de recepción a los visitantes a los Juegos Olímpicos). Tampoco su canciller, José Serra, está en condiciones de hacer política regional alguna: hasta su par de Uruguay, Rodolfo Nin Novoa, lo puso en ridículo, acusándolo de “querer comprarlo” con promesas de inversión para que, con su voto, la República Oriental también le cierre el paso a Venezuela en la presidencia pro-témpore del Mercosur.

 

 

Colombia, por su parte, teme que una crisis en Venezuela afecte su proceso de paz y provoque desplazamientos de población. Estados Unidos, interesado en una salida no traumática de Maduro, pero temeroso de una crisis impredecible, tampoco está en condiciones de actuar en Caracas ni lo juzga prudente.

 

 

En ese marco de la anulación política de Brasil como pivote regional, los mecanismos de integración como Mercosur o Unasur no están en condiciones de alzar la voz.

¿Argentina? John Kerry pidió colaboración en su visita a Buenos Aires.

Pero es muy poco lo que nuestro país puede hacer.

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