Cuando Andy Warhol, el rey de la cultura pop, sentenció que en estos tiempos todos tendrían derecho a sus quince minutos de fama, no imaginaba que la forma más expeditiva para lograrlo era convertirse en político. O, más precisamente, en presidente, de esos que usan dinero de los ciudadanos para cumplir el sueño de ser celebridades con programa propio. Hasta el más revolucionario sucumbe a la seducción de verse en pantalla aclamado por multitudes y adulado en campañas publicitarias que repiten incansablemente que son los líderes que la patria necesita. Llegan a contratar encuestas que dibujan números que ratifican el encantamiento. Para colmo, no nos dejan ni ver tranquilos la televisión, tan empeñados en interrumpir la programación a cualquier hora con avisos de autoelogio o cadenas oficiales. Así, los políticos se comen sus mentiras mientras los ciudadanos se indigestan de mensajes edulcorados o mastican, sin tragar, su desencanto.
Los periodistas se convirtieron en groupies que siguen a la celebridad de turno como si fueran estrellas del espectáculo. Una inauguración aquí, un desfile allá, selfies con el pueblo invitado al acto nuestro de cada día, no menos de tres discursos diarios, si no televisados, por lo menos registrados por un séquito con rango de secretarios de Estado que asiste semejante exigencia escénica. El caudillo glamoroso tiene con el periodismo una relación simbiótica y clientelar. El líder pop necesita una prensa que lo venere o lo critique, pero que jamás lo ignore, y que hable más de su imagen que de sus hechos. El caudillo obtiene del periodista repercusión y el periodista del caudillo, temas de qué hablar. El periodista pop alardea de ser intérprete privilegiado de la voz de la gente igual que el caudillo pop se erige como vicario del pueblo.
Como si pueblo y gente no fueran las mismas personas. Estos políticos y periodistas son oportunistas, acomodadizos a los cambios de clima, personalistas de esos que suponen que después de ellos sólo viene el diluvio, efímeros —como demuestra la historia reciente— e inocultablemente ambiciosos, tanto más sensibles son a la conveniencia que a las ideologías. Como cualquier popstar.
Los políticos empezaron a dedicar más tiempo a comunicar que a gestionar, y a invertir más dinero en medios que en escuelas. ¿Y los ciudadanos? Los hay encantados de presenciar el espectáculo más imponente que hayan visto y de ser parte de un grupo exultante. Hay otros inmunizados o fastidiados de tantos mensajes que contrastan con sus realidades cotidianas. La contracara de gobiernos que se exhiben sin pudor como únicos responsables de los logros nacionales es que la política se convierte en la única causante de los males universales. Son los mismos afiches publicitarios, los mismos rostros que fotografían los medios oficiales, los que se usan para hacer las pancartas de protesta o para reescribir los avisos publicitarios en una cruel parodia subida a YouTube.
Lo que algunos llaman renovación o retorno de la política puede —en realidad— decirse que es una exhibición inédita de la política, nunca tan pendiente de su imagen ni tan comunicadora.
Justo cuando el mercado dejaba de confiar en la publicidad para construir sus marcas, llegaron los políticos a comprar todo el aparato de comunicación, que estaban abandonando las corporaciones por obsoleto. La industria de la comunicación (consultores, publicistas, agencias de publicidad, productores audiovisuales, medios de comunicación) suspiró aliviada por la inyección financiera a sus negocios en crisis y la política empezó a tener más avisos que las cremas de enjuague.
El populismo latinoamericano resulta, casi siempre, pop-ulismo: el personalismo que usa la demagogia y el espectáculo para encantar a multitudes que se miden en votos o índices de audiencia, según corresponda. El pop-ulismo es lo popular mediático al servicio de la construcción del político-celebridad, la comunicación política como una de las industrias culturales más promisorias de estos tiempos. Su maquinaria de comunicación es un gran negocio para medios, periodistas y consultores que se convierten en principales beneficiarios del régimen mediático, generoso para sus defensores y funcional para sus detractores. La política pop construye una máquina que se autolegitima para garantizar su subsistencia. No hay en Latinoamérica artista o empresa que maneje un presupuesto tan alto como el que insume la comunicación del líder pop ni que disponga de la cantidad de medios para divulgarlo. Sin embargo, el éxito del político pop-ular se explica mejor por la apropiación de los ritos globales del consumo, la religión, la exclusión, la ignorancia, que disimulan con mensajes insustanciales, pero irresistibles. El caudillo pop cimienta su popularidad en la ritualidad de las prácticas sociales como el espectáculo y el entretenimiento; aunque en apariencia reñidas con las pretensiones revolucionarias de estos líderes, resultan más efectivas que los mensajes publicitarios. Las masas, el cuarto poder, la opinión pública, la comunicación para el desarrollo, las representaciones sociales, la manipulación mediática fueron mitos que nacieron y envejecieron con la modernidad. Fueron conceptos diseñados con más expectativas que manifestaciones prácticas, que son más fáciles de relatar que de identificar empíricamente en el sentido en que la teoría los concibió. La idea de manipulación de las masas continúa esgrimiéndose como si fuera posible y, aunque no existan estudios que la demuestren, siguen escribiéndose ensayos para acusarla.
No son estos mitos fundantes de nuestras sociedades, sino los ritos imbricados en las prácticas sociales, los que explican los paradójicos resultados de la comunicación política del cambio de siglo: líderes fuertes con democracias débiles; exceso de información que resulta desinformación; propaganda permanente en medios sin audiencias; mensajes en apariencia democráticos que se apoyan en prácticas poco republicanas. El líder pop dice comunicarse directamente con su pueblo, pero sólo habilita el canal de la publicidad que no permite respuesta; exhibe las masas que lo apoyan en las plazas públicas en el mismo acto que amenaza sin disimulo a los que no participan; habla del amor al pueblo mientras promete represalias. La máquina pop se impone como la única forma de comunicar, aunque no garantice todo el tiempo buenos resultados para todos. Muchos comunicadores insisten en un modelo que necesita de sus servicios, aunque saben que a veces funciona, pero la mayoría de las veces, no tanto. Los que asisten al proceso como espectadores no necesariamente aprueban el espectáculo aunque voten al protagonista por razones más tangibles que una propaganda repetida. Políticos, medios y ciudadanos decidieron jugar al teléfono descompuesto que se perpetúa “como si”: como si escucháramos, como si funcionara, como si nos interesara eso de lo que están hablando. Para colmo de males, la comunicación pop-ulista gasta demasiado dinero público sin que ese encantamiento intenso que provocan ciertos líderes pueda revertir una indiferencia creciente a la cosa política.
La ciencia política y las teorías de la comunicación han intentado explicar los liderazgos latinoamericanos desde el populismo aunque, para poder definir cada uno de los casos, se vean obligadas a incorporar demasiadas explicaciones y excepciones. Si, en cambio, se analiza el fenómeno como pop-ulismo, una cuestión de estilo de comunicación independiente de las ideologías partidarias y las circunstancias, quizás el análisis de la aparición de estos personajes en la escena política pierda algo de su épica, pero gane en síntesis porque se combinan en una misma explicación los dos enfoques (el pop- desde la comunicación, el -ismo desde la ciencia política). No se trata de un régimen político ni de una particular forma de comunicación: se trata de un régimen mediático que integra los rituales cotidianos de sociedades más apegadas a los medios que a la política.