Guido Risso (*)
Imaginemos que la inmensa mayoría reclame cerrar el Congreso de la Nación por dos años, que se manifieste a favor del trabajo infantil o en contra de la existencia de la educación pública, por dar solo algunos ejemplos. La mayoría exige, la mayoría reclama. Ahora bien, ¿cuál es el papel de la mayoría en las democracias constitucionales? ¿La democracia constitucional les concede un cheque en blanco a las mayorías?
La respuesta es “no” y explicaré por qué. En las democracias constitucionales de nuestros días la mayoría no es ni funciona como el pulgar del emperador en el circo romano.
La decisión por mayoría ciertamente tiene un papel protagónico y necesario a la hora de definir las democracias modernas. Sin embargo, de quedarnos solo con el poder de la mayoría como sustento de la democracia, además de ser incompatible con el diseño constitucional, sería contraproducente para con el sistema mismo. Es decir, limitar la democracia exclusivamente al principio de la mayoría es justamente antidemocrático e inconstitucional.
Para que un sistema político sea formal y sustancialmente considerado democrático se requiere, entre otras cosas, que a la mayoría se le impongan dos límites muy concretos y específicos. El primero de ellos consiste en que se le sustraiga el poder de avanzar por sobre las minorías, pues el respeto de las minorías en una democracia constitucional es una condición definitoria de dicho modelo político. Asimismo, las mayorías no pueden imponer argumentos perfeccionistas que impidan la libre decisión del individuo, siempre que este no transgreda los estándares mínimos del sistema constitucional y democrático. En definitiva, no hay democracia sin pluralidad.
El otro límite al principio de la mayoría es precisamente la Constitución Nacional y el derecho internacional de los derechos humanos, también conocido como bloque de constitucionalidad federal. Así pues, no es admisible en una democracia constitucional que se plebisciten o se pongan bajo la decisión popular derechos fundamentales. Recordemos que el paradigma de la democracia constitucional encuentra su origen luego de la tragedia de los totalitarismos que azotaron a Europa a mediados del siglo pasado.
A partir de las derrotas del nazismo y el fascismo se comprendió la necesidad de establecer límites a las mayorías. Así, con la Carta de la ONU del año 1945 y la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, surgen las constituciones de posguerra, que ya sabían que el poder de las mayorías desatado y desvinculado de cualquier limitación de tipo objetiva y normativa no solo no garantiza la calidad democrática del sistema político, sino que es capaz de arrasar con las libertades y los derechos fundamentales, es decir, con la democracia misma.
(*) El autor es doctor en Ciencias Jurídicas. Especialista en Constitucionalismo. Profesor universitario de grado y doctorado.