(Por Ariel Horacio Sequeira).- Los pobres sí van a la universidad. Sobre una población -según registros disponibles del año 2022- de poco menos de tres millones de estudiantes universitarios, que se reparten en 131 universidades entre públicas estatales y públicas privadas, 918.000 jóvenes de ambos sexos, que hoy atravesados por la pobreza llevan la peor carga sobre sus espaldas, cursan una carrera en alguna de las 66 universidades del Estado. A esta cifra habrá que sumar a los jóvenes que integrarían la clase media baja, la media propiamente dicha y la media alta, que reunidos conformarían un 1.058.000 más, población que obviamente no formaría parte de la clase adinerada, que nobleza obliga aporta 891.000 estudiantes a las universidades argentinas.
Fue María Eugenia Vidal, quien estampó la frase más execrable de los últimos años en democracia. Siendo gobernadora de Buenos Aires dijo: “Nadie que nace en la pobreza en la Argentina hoy llega a la universidad”. Con estas cifras más que elocuentes queda claro, el craso error -con cierto tufillo a dolo- de la dirigente macrista, que no quiere ver que si se suman los jóvenes de los sectores más vulnerables de la sociedad a la clase media, se alumbra el número de 1.976.000 aspirantes a profesionalizarse tras pasar por la universidad.
Vale preguntarse: ¿Qué persiguen quienes tergiversan la realidad a su antojo, manipulando números que no resisten un mínimo análisis? ¿Cuál es la intención al asegurar que los pobres no llegan a la universidad? ¿Personajes como Vidal solo persiguen desalentar a futuros estudiantes o esconden la aviesa intención de formatear una universidad para pocos privilegiados?
Con perdón de Jorge Luis Borges, el diputado libertario Espert -José Luis- sin agitarse demasiado podría sin lugar a dudas formar parte de su Historia Universal de la Infamia. Este legislador sin un mínimo rubor, hace pocos días dijo: “Se habla mucho de que la universidad gratuita es clave para que los pobres puedan tener acceso a la educación superior. De acuerdo con la Encuesta Permanente de Hogares del Indec, solo el 12,4% de los jóvenes de entre 19 años y 25 años que pertenece al 10% más pobre acceden a estudios superiores”. Con esto dato parcial, sesgado, se pretende instalar otra falacia: la de derribar la gratuidad de estos estudios, apuntalando esa infamia, bajo el supuesto de que los pobres no llegan a ese nivel educativo y que por lo tanto sería necesario arancelar para que los ricos paguen lo que ahora nada les cuesta. Falaz absolutamente este argumento, dado que esas mismas cifras muestran en realidad que casi dos millones de jóvenes ingresan a una facultad en busca de un horizonte próspero para desarrollar su vocación en una profesión.
Dicha omisión intenta ocultar sin conseguirlo una verdad que fue exteriorizada en la última marcha de la comunidad universitaria en el país: La educación es y seguirá siendo pública y gratuita.
Ahora repasemos lo inocultable. Los pobres que no llegan a la universidad -según los libertarios- están contabilizados desde el primero al quinto decil, dado que la pobreza habría impactado sobre el 52 por ciento de la población en estos nueve meses de Gobierno “mileista”. Por lo tanto, cada decil que engloba a un número determinado de personas que van desde los muy pobres a los menos pobres, teniendo como límite la clase media -a partir del decil seis- en esa muestra, expone un porcentaje de jóvenes sumergidos bajo la línea de pobreza. Del decil uno al cinco, un porcentaje importante de personas accede a la universidad sin ningún lugar a dudas. Obviamente son en cada caso porcentajes menores al “decil 10”, en el cual la clase rica casi araña el 50 -en realidad 46%- de alumnos en la universidad. Pero al sumar esos cinco deciles, que insoslayablemente nuclean a quienes estudian en ese nivel, pero que además son pobres en diferentes grados -léase pobres que viven de planes sociales, pobres que subsisten de la caridad, pobres subempleados, pobres con salarios de hambre y pobres que dependen de la jubilación de un adulto mayor-, se advierte claramente que suman la categórica cifra de 918.000, que a duras penas se mantienen en la universidad. ¿Entonces, hay o no pobres en la universidad? Sí, absolutamente. Aunque claro invisibilizados por la propaganda oficial y los grandes señores de la posverdad o sea los periodistas ensobrados.
Indefectiblemente a este número de estudiantes universitarios pobres, habría que sumar los porcentajes de los deciles seis, siete y ocho, es decir clase media baja, media propiamente dicha y media alta, que como su nombre lo indica no son ricos, sino media constituida por profesionales universitarios, comerciantes, jerárquicos de empresas privadas y hasta dueños de Pymes. Aquí la cifra crece hasta alcanzar el 1.058.000 estudiantes. Sumados entonces todos los no ricos se alcanza casi a los dos millones de jóvenes en el sistema universitario -en realidad 1.976.000-. Los números no mienten, poco más de dos tercios que engloban desde los muy pobres hasta la clase media alta, constituyen la población actual de las casas de altos estudios.
Otro dato llamativo que sospechosamente ignoran la propaganda oficial, es el que muestra que en el decil uno, donde se concentran los más pobres, se contabiliza el mayor porcentaje de jóvenes cursando el secundario y un número nada desechable de estudiante del sistema superior no universitario.
Del decil dos al cinco decrece ostensiblemente el porcentaje de personas que “no estudian ni trabajan”. En estos mismo cuatro deciles se mantiene sistemáticamente los porcentajes de personas que si bien trabajan no estudian. En los deciles ocho y nueve, los más ricos, de manera llamativa son dramáticamente bajos los porcentajes de jóvenes con estudios secundarios -3,6 y 2,8 por ciento respectivamente-. Alguien tendría que explicar esto...
Y si nos detenemos en el decil más rico, aquel por el que se rasgan las vestiduras los libertarios, ese donde el 46 por ciento de sus integrantes en edad entre 19 y 25 años asisten a la universidad, nos encontramos paradójicamente con un porcentaje muy elevado de personas que llamativamente trabajan, pero no estudian -36,1 por ciento-. Además, con un escaso 2,8 por ciento de estudiantes secundarios. Y de un 8 por ciento que no estudia ni trabaja, lo que habilita a pensar que viven de rentas o bien de la especulación.
Recapitulando, más de dos tercios del total de los estudiantes universitarios son muy pobres, pobres y clase media en sus tres variantes. La clave es leer sin omisiones los cuadros estadísticos.
Antes de comprar voluntades en el Parlamento con cargos en la Unesco, La Libertad Avanza debería obligar a sus huestes al revisar los postulados acuñado por la reconocida Organización de la Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, cuando asegura sin dejar lugar a dudas que “es posible reducir la pobreza en el mundo mediante la enseñanza primaria y secundaria universal”. Si no me equivoco, Espert piensa y dice todo lo contrario.
Si la dialéctica libertaria no fuera tan ignominiosa en sus postulados, podría llegar a aceptarla como un desopilante juego de palabras destinadas a la comedia más ácida de Saturday Night Live, que tanto gusta a los yanquis. Por todo esto quizás el diputado “Bertie” Benegas Lynch, quizás debería encauzar mejor sus aspiraciones y vocación hacia el vodevil. Y lo demuestra cuando escupe frases como: “La educación tendría que ser un negocio. Si se trata como un derecho, sonaste”.