
Por Eduardo Aliverti
Las imágenes de esta semana son de una crueldad que debería convocar a la rabia. Lo que sucede en el Hospital Garrahan, un símbolo probablemente inigualable de lo estatal que funciona bien, como centro de atención pediátrica a cuya excelencia se remiten niños y adolescentes de todo el país, tendría que ser un límite -uno, aunque sea- para la bestialidad.
Como ocurrió al cabo de la primera marcha universitaria, el Gobierno retrocederá unos pasos para luego, cuando amaine la protesta, dejar todo como está. El asco supremo es que lograron instalar, como uno de los ejes, la “sobreabundancia” de empleados administrativos. Lo hicieron alegremente, sin pudor alguno, sin una sola cifra cierta, con las milicias del Gordo Dan convertidas en especialistas de administración hospitalaria. Nada para sorprenderse, por supuesto.
¿En serio ya somos esto en buena medida? ¿De verdad le resbala a la mayoría de los argentinos que unos salvajes, que no son cualquier hijo de puta, se concedan la licencia de preguntar si acaso tener un hijo con discapacidad no es un problema individual que el Estado no tiene por qué atender? ¿De veras que no pasa nada si una comisión Bicameral deja acéfala a la Defensoría Nacional de Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, con los votos de La Libertad Avanza y de sus socios radicales invariablemente arrastrados?
¿No basta con la naturalización de reprimir todos los miércoles a un puñado de jubilados y militantes, que dejó entre la vida y la muerte a Pablo Grillo, que gasea a mansalva, que se convierte en un piquete de energúmenos armados hasta los dientes?
¿Y qué tal con la decisión del Consejo de la Magistratura, que enterró el proceso contra los jueces clarinete que viajaron a la mansión del magnate británico Joe Lewis, en Lago Escondido? Uno de los votos clave para hacerlo fue el del senador radical correntino Eduardo Vischi, quien ya había prestado sus servicios para voltear la comisión investigadora por la criptoestafa presidencial.
¿Cómo es? ¿Que la Corte Suprema haya dejado firme la condena por lavado contra Lázaro Báez alcanza y sobra para relegar las andanzas de fugadores seriales que ejercen de ministros libertaristas?
Sí, es. Es porque esas noticias no tienen trascendencia masiva o, si la tuvieran, tampoco contaría. Lo del Garrahan, en cambio, sí la tiene. Pero tampoco altera la cuestión central.
El viernes se conoció la última encuesta de la consultora internacional brasileña Atlas Intel, que ha mostrado varios aciertos en sus relevamientos sociológicos y pronósticos electorales. En este caso, fue en colaboración con la agencia Bloomberg. Como todas las encuestas, admite ser mirada con prevenciones. Pero, de mínima, nadie podría cuestionar su verosimilitud. Y sirve detenerse en su disección.
El 65 por ciento de los argentinos cree que la situación económica es mala. Las evaluaciones negativas sobre el Gobierno, aunque muestran una tendencia a la baja, continúan superando a las positivas. Se incrementa la preocupación por el costo de vida, que llega al 55 por ciento y alcanza el nivel más alto desde el inicio de estas mediciones. El alerta porcentual por el desempleo saltó de 30 a 41, luego de tres meses de descenso. El 74 por ciento tiene una percepción negativa del mercado laboral. El 56 por ciento considera mala la situación económica de su familia. El 41 por ciento prevé un empeoramiento de la economía. Y una mayoría del 53 por ciento observa negativamente el último préstamo tomado con el FMI.
Es probable que al marciano que aterrizara en Argentina le alcanzase con esas cifras para sacar conclusiones, pero no.
La imagen de Javier Milei está en ascenso y, con 50 puntos, es el líder mejor valorado del país. Muy atrás, corriendo ni siquiera a placé si es por la diferencia de entre 17 y 28 puntos que el Presidente saca sobre sus adversarios, aparecen en orden decreciente Cristina, Victoria Villarruel, Axel Kicillof y Sergio Massa.
¿Alguien dispone de alguna respuesta, frente a esta foto creíble de una Argentina bipolar, que no sea la ausencia de expectativas en torno a opciones capaces de presentar quiénes, cómo, con qué, con cuál relato y programa concreto, oponerse a la “lógica” vigente?
Es cierto, o aceptable, que Milei no enamora por fuera de su ratificado núcleo duro, en alrededor de un tercio de las voluntades efectivas o del electorado total. Tampoco podría asegurarse que es un enamoramiento incondicional, por fuera de la actividad incesante que despliegan sus fuerzas de choque.
Cuidado con esa percepción: aun en sus mejores momentos, Cristina también disponía de una médula fija. Pasó que obtuvo el concurso del “tercio flotante” que tanto la votó en 2011 como a Mauricio Macri cuatro años después, a Alberto Fernández cuatro años más tarde y al actual Presidente a los cuatro siguientes.
Esto es: no hay mayores novedades en la política argentina respecto de los espacios más o menos consolidados de peronismo/progresismo y antiperonismo/conservadurismo. Lo que sí se atraviesa, en la etapa presente, es que la primera franja está congelada. Y la segunda, en línea con eso, es que los sectores reaccionarios suman a indiferentes, enojados y resignados. Otra vez, entonces, ¿qué hay de nuevo, viejo?
Una de las novedades es que la mayor vulnerabilidad social se corresponde con más ausentismo electoral. Como bien definió Artemio López, se va construyendo un voto calificado estructural. El voto positivo crece hacia la cima de la estratificación social. En efecto, es el sueño húmedo de ultras y acompañantes: que sólo voten los propios.
Y lo nuevo es también que ahora ya no se trata del péndulo entre el nombre argentino de la socialdemocracia, que es el peronismo en sus términos de capitalismo menos salvaje, y el modelo conservador que Macri inauguró por vía de las urnas en reemplazo del partido militar (con la precuela del menemato).
No. Ahora, y eso es lo más grave, se trata del peronismo en la crisis identitaria más profunda de su historia. ¿Contra qué? Contra un experimento ultrista que arrasa con todas las conquistas sociales habidas y por haber, apoyado en acción u omisión por las fracciones sociales que, antes, desde la salida de la dictadura, fluctuaron entre variantes más liberales o más progres.
Hoy es entre más progres, que no terminan ni tan sólo empiezan por formular una propuesta atractiva, y otra directamente neofascista.
En consecuencia, se debería intentar ponerse de acuerdo en que, si de por medio hay semejante desafío, mucho más que necesario es urgente encontrar el lugar de quiebre. De convencer por fuera de los convencidos. De atraer a los que se fueron a algo peor que la nada. Se fueron a un trastornado que está destruyéndolos.
El desafío es triple, en rigor, porque además hay que demostrar que el “neo” cambia el carácter instrumental del fascismo, pero no su sentido de aplastamiento de las necesidades de las mayorías. Ya no es una concepción estatalista, de partido de masas, sino del tecnofeudalismo de las oligarquías financierizadas desde un valor material desaparecido. Y por si fuera poco, debe mostrarse que señalar eso no es para disimular el vacío propositivo en contrario.
“La gente”, podría arriesgarse, no percibe o no está interesada en que haya peligro para sus “libertades individuales”, ni avance contra logros democráticos, ni peligro para “la prensa independiente”, ni “afectaciones institucionales”, ni nada que se le parezca.
Redes (cloacales) mediante, en el ecosistema comunicacional, cualquiera puede decir literalmente cualquier cosa y las autoridades simbólicas se extinguieron. ¿Dónde está el peligro de un chiflado que bastardea a diestra y siniestra, si total puede retrucarse y acusárselo sin ningún problema?
Está ahí, justamente. Está en que, mientras trazan la agenda en putear a Darín por el precio de las empanadas, o se apropian de lo que diría Maradona, o se dan el lujo de afirmar que el Garrahan es un nido de ñoquis, o aseveran que la mujer debe retornar a su mero papel reproductivo, entregan el país a su timba salvaje, de extractivismo primarizado, atado al carro ya no triunfal del Imperio.
En la semana, casi prolijamente relativizado, el Gobierno lanzó un bono en dólares a tasa extravagante, con corte a los dos años. Es una fiesta de emisión con proporciones descomunales, pero no desconocidas.
Cuando caigan, irreversiblemente según toda enseñanza histórica pero en un lapso que nadie conoce, vendrá “el populismo” a salvarle de nuevo las papas.
Y vuelta a empezar, salvo, sólo quizás, que la dirigencia consciente de ese panorama empiece por apartar internas conducidas, en primer lugar, por ambiciones personales. La legitimidad de esas apetencias nunca debiera estar por encima del interés colectivo que declaman.