
Cuando Israel comprendió que toda su existencia estaba involucrada en la alianza, el matrimonio asumió rasgos religiosos. Los profetas utilizaron la imagen matrimonial para describir la alianza de YHWH con Israel (Oseas; Ezq 16,8; etc.), más tarde se endureció la prohibición de contraer matrimonio con mujeres paganas, fue desapareciendo la poligamia y el matrimonio monogámico se aceptó como normal y recomendable.
Israel, en sus orígenes, no dio al matrimonio un aspecto religioso especial, sino que lo asumió tal como existía en los pueblos vecinos.
La legislación lo suponía como una institución ya existente, heredada desde los tiempos más remotos, con sus propias características.
San Pablo es el testigo más antiguo de las enseñanzas de Jesús acerca del matrimonio.
Dirigiéndose a los casados y apelando a la autoridad de Jesús (“no lo ordeno yo, sino el Señor”), les dice: “Que la mujer no se separe de su marido… y que el marido no se divorcie de su mujer… y si la mujer se ha separado, que no vuelva a casarse o que se reconcilie con su marido” (1 Cor. 7,10-11).
Esta norma parece cerrar el camino a cualquier intento de flexibilización.
No obstante, el Apóstol admite que una excepción a esa regla no contradice la voluntad de Jesucristo.
Al referirse a paganos convertidos al cristianismo cuyo cónyuge, por permanecer en el paganismo, se niega a seguir conviviendo y se separa –hace la aclaración: “lo digo yo, no el Señor” (v.12)–, dice que el cónyuge cristiano “ya no está obligado” (v.15).
Habría aquí un caso de verdadero divorcio, y así lo ha entendido la Iglesia, que lo llama “privilegio paulino” (CDC 1143).
Siguiendo la línea comenzada en el Antiguo Testamento, San Pablo recurrió a la imagen matrimonial para describir la unión de Cristo con la comunidad cristiana (2 Cor. 11,2).
Años más tarde, un discípulo de Pablo desarrolló esta idea en una exégesis de tipo alejandrino: el hombre y la mujer del relato de la creación, que “serán una sola carne” (Gen. 2,24), son Cristo y la Iglesia, y a su vez, la unión de Cristo con la Iglesia ofrece el modelo de amor con el que se deben unir y amar los esposos cristianos (Ef. 5,25-33).
De este texto partió la Iglesia para desarrollar la doctrina del sacramento del matrimonio. La imagen se vuelve a presentar en las visiones del Apocalipsis (Apc. 19,7; 21,9; 22,17).
Los evangelios de Mateo y Marcos conservan un diálogo sobre el divorcio entre Jesús y los fariseos, y los tres evangelios sinópticos recogen un dicho del Señor sobre la situación del divorciado que se vuelve a casar.
El evangelio de Marcos representa la enseñanza de la Iglesia de Roma y responde a las inquietudes de los cristianos que vivían en aquel ambiente pagano. Por eso, según este evangelio, los fariseos aparecen preguntando si es lícito repudiar a la mujer (Mc. 10,2).
La Ley de Moisés supone que existe el divorcio, ya que ordena entregar un documento a la mujer repudiada (Dt. 24,1).
En efecto, el esposo, al repudiar a su mujer, para evitar que ésta sea condenada a muerte como adúltera (Dt. 22,22) si se une a otro hombre, debe entregarle un documento en el que conste la disolución del matrimonio.
Jesús respondió dejando de lado la permisión de Moisés y remontándose a la intención de Dios en la creación: el Creador estableció la diferencia de los sexos e instituyó el matrimonio, de tal manera que “ya no son dos, sino una sola carne” (Gen. 1,27; 2,24). Jesús no fundó la indisolubilidad en el aspecto sacramental del matrimonio, sino en la voluntad de Dios en la creación, que es válida para toda la humanidad.
En consecuencia, ningún ser humano tiene facultades para separar lo que Dios ha unido (Mc. 10,2-9).
A continuación, Marcos añade el dicho de Jesús sobre la situación del que se divorcia de su mujer y se casa con otra (Mc. 10,11-12).
El dicho aparece también en Lucas 16,18. Atendiendo a que la ley romana permitía a la mujer tener la iniciativa del divorcio, Marcos agrega que lo mismo se aplica a la mujer que se separa de su marido y se casa con otro.
La frase de Jesús es lapidaria: el nuevo matrimonio de los divorciados, tanto varón como mujer, contradice la voluntad original del Creador. La nueva unión es considerada un “adulterio” porque los contrayentes quedaron unidos para siempre por Aquel que no concedió a nadie la facultad de hacer una separación.
El evangelio de Mateo, dirigido a una comunidad de origen judeo-cristiano, presenta el diálogo de Jesús con los fariseos con un enfoque diferente.
El Antiguo Testamento, al determinar que el repudio debe quedar consignado en un documento, dice: “Si un hombre… encuentra en su mujer algo que le desagrada…” (Dt. 24,1).
Los maestros judíos intentaban dar mayor precisión a esta expresión vaga y ambigua, y daban diferentes interpretaciones, unas más rigurosas, otras más laxas.
En tiempos de Jesús dominaba la interpretación “laxista”.
Por eso, los fariseos preguntan a Jesús: “¿Puede uno repudiar a su mujer por cualquier causa?” (Mt. 19,3).
No cuestionan la existencia del divorcio, sino que enredados en una discusión sobre este problema, piden la opinión de Jesús sobre las causales de divorcio.
En el evangelio de Mateo, el diálogo posterior y la respuesta de Jesús, que no difieren de Marcos, se deben leer como respuesta a la pregunta planteada al comienzo.
Jesús
Mientras la Ley de Moisés y los maestros judíos trataban de resolver los fracasos producidos en la vida matrimonial de una humanidad que vivía bajo el peso del pecado y se cuestionaban sobre los motivos que pueden existir para divorciarse, Jesús orienta a sus discípulos para que levanten su mirada y se ajusten a la voluntad inicial de Dios.
La palabra de Jesús no es “¿Qué hacer cuando se fracasa?”, sino “¿Cómo encarar el matrimonio?”.
El dicho de Jesús sobre la situación del divorciado que se vuelve a casar (Mc. 10,11-12 y Lc. 16,18) se encuentra dos veces en el evangelio de Mateo (Mt. 5,23 y 19,9).
En ambas, el evangelista introduce una cláusula ausente en Marcos y Lucas: el que repudia a su mujer “no por porneia”.
Se ha debatido sobre el sentido de esta expresión y muchos trataron de traducirla de modo que coincida con la prohibición del divorcio.
Pero estas interpretaciones fuerzan el texto o no hacen justicia al contexto.
Los mejores intérpretes opinan que el evangelista Mateo entiende –como la más rigurosa de las escuelas rabínicas– que el adulterio de la mujer disuelve el matrimonio.
De modo que si su esposo vuelve a casarse después de repudiarla, ya no comete adulterio.
A continuación del diálogo con los fariseos, Mateo introduce otro, esta vez entre Jesús y sus discípulos.
Estos, al oír las exigencias de Jesús sobre la situación de los divorciados, exclaman que entonces es mejor no casarse.
Jesús responde que “no todos entienden esto, sino aquellos a los que se les concede” (19,10-11).
Interrogantes
Se plantea un interrogante: ¿A qué se refiere Jesús cuando dice que “no todos entienden esto”?
¿Se refiere a lo que dicen los discípulos (“mejor no casarse”)?
¿O se refiere a su última frase, sobre la situación de los divorciados que no deben casarse otra vez?
Hay comentaristas a favor de uno u otro sentido: si se refiere a la frase de los discípulos, no todos entienden la opción por el celibato, sino aquellos a quienes se les concede, es un don.
Pero si se refiere a la frase que ha dicho el mismo Jesús, no todos entienden la indisolubilidad del matrimonio, sino aquellos a quienes se les concede: también es un don.
Muchas consecuencias siguen a la opción que se asuma.
La posición de Mateo parece contradictoria, pero en realidad se mueve en dos planos que es necesario distinguir: por una parte proclama que el Reino de Dios ya irrumpió en este mundo, y en consecuencia rige una nueva forma de obrar y vivir.
En el Sermón de la Montaña (caps. 5-7) describe la “justicia mayor que la de los escribas y fariseos” (5,20) que debe caracterizar a los discípulos de Jesús.
El divorcio
Dentro de la moral para esa época del Reino, se encuentra el dicho de Jesús sobre la prohibición del divorcio (5,32), no enojarse con el hermano (5,22), no mirar con malos deseos a una mujer (5,28), no jurar nunca (5,34), poner la otra mejilla (5,39), amar a los enemigos (5,44), ser perfectos como el Padre celestial (5,48).
De esta forma, Jesús señala la meta hacia la que deben tender siempre sus discípulos.
Pero en otro plano, el evangelio de Mateo reconoce que aunque el Reino esté presente, aún no llegó a su plenitud; debe desarrollarse como el grano de mostaza (13,31-32), como la levadura (13,33).
Los cristianos ya participan del Reino, pero todavía son pecadores, no pueden cumplir a la perfección todo lo enseñado por Jesús y viven en condiciones en las que deben reconciliarse con el hermano (5,24), perdonar sus ofensas (18,21-22.35), pedir perdón por los pecados (6,12.14).
Todavía se los debe exhortar para que no hagan ostentación de piedad (6,1-8) ni imiten a algunos escribas y fariseos (23,3).
Exclusión
El cristiano que se empeña en seguir la enseñanza de Jesús debe excluir de su horizonte la idea del divorcio, pero estando en camino hacia la plenitud del Reino, todavía encontrará tropiezos, entre los que está la posibilidad del fracaso en el matrimonio.
San Mateo, al mismo tiempo que mantenía con firmeza la norma expresada por Jesús, reconoció que no se contradice la voluntad del Señor al admitir una excepción a la norma que excluye el divorcio.
Lo mismo había hecho San Pablo.
Muchos padres y concilios particulares de la Iglesia siguieron esta misma línea y entrevieron excepciones a la rígida norma de la exclusión del divorcio.
La Iglesia mantuvo en su legislación el “privilegio paulino”, y añadió el “privilegio petrino”.
Sólo a la Iglesia, en su actitud pastoral, le corresponde evaluar y discernir cuáles podrán ser las excepciones que admita la norma dada por Jesús, y cuál es la actitud que deberá asumir con los divorciados que han vuelto a establecer una unión.
* El autor es licenciado en Teología por la Universidad Católica Argentina y en Exégesis bíblica por la Pontificia Commissio de Re Bíblica del Vaticano y docente de Sagradas Escrituras en la Facultad de Teología de la UCA.
Algunas costumbres de los tiempos bíblicos chocan con la sensibilidad actual.