
Un aroma lejano que nos recuerda que ya es mediodía, un ruidito en las tripas que advierte que llevamos más tiempo de la cuenta sin ingerir nada, un cartel con una fotografía de nuestro plato favorito que nos moviliza a pasarnos la lengua entre los labios…El hambre es, ante todo, un elemento de supervivencia: necesitamos comer cuando el cuerpo está bajo de energía y nutrientes.
¿Qué rol juega el cerebro en todo este proceso? Es ni más ni menos que un elemento clave para detectar tanto el hambre como la saciedad y también para hacer del momento del comer una actividad placentera.
La sensación de hambre en el cerebro es controlada por el hipotálamo, más específicamente por una de las 40 áreas que lo componen: el núcleo paraventricular.
Una región con una gran diversidad de receptores y de neuronas que, de acuerdo a las señales que recibe (hormonales y mecánicas, como la tensión del estómago), hace que se incremente o se atenúe el hambre. Por ejemplo, está conectado con el núcleo arqueado, otra subregión del hipotálamo que detecta señales hormonales que llegan por vía sanguínea, entre ellas las de la leptina, la insulina y la grelina.
Las dos primeras, cuando se fijan sobre las neuronas del núcleo arqueado, liberan las llamadas hormonas melanotropas sobre el paraventricular, que hacen disminuir progresivamente la sensación de apetito. En particular, la leptina indica el estado de reservas de energía del organismo y le informa al cerebro cuándo es momento de reponerlas.
La grelina, en cambio, se ocupa de inhibir esas melanotropas, por lo que se la conoce como “la hormona del hambre”: se segrega justo en las horas previas a las comidas.
Apenas comenzamos a comer, la concentración de grelina en sangre disminuye y aumenta la de insulina, que regula el incremento de glucemia (azúcar en sangre) y que activa los mismos mecanismos moleculares que la leptina, es decir, también contribuye a disminuir el apetito. Su función es más inmediata: avisa al cerebro que no hacen falta alimentos en el corto plazo, mientras que la leptina actúa enviando señales más duraderas.
Después de la digestión, la tensión del estómago y las concentraciones de grelina y de insulina retornan a sus valores normales: las reservas de nutrientes y de energía ya están recuperadas.
La otra variable que juega en este proceso de hambre-saciedad está constituida por las interacciones nerviosas. Los receptores mecanosensibles miden la tensión del estómago, cuyos cambios provocan que el cerebro disminuya poco a poco el hambre a medida que se ingieren alimentos. La sensación de saciedad que se prolonga varias horas después de la comida se debe a que el sistema nervioso detecta glucosa en la vena aorta a la salida del intestino. Estas señales llegan al tronco cerebral, también conectado con el núcleo paraventricular.
Un dato importante:
en el caso de la obesidad, las sensaciones de hambre y saciedad se encuentran alteradas. En las personas obesas, la emisión disfuncional de las señales de corto plazo, es decir, las que advierten que acaba de ingerirse un alimento, distorsiona los mecanismos cerebrales de regulación energética. Lo mismo ocurre con las de largo plazo: las señales que emite la grasa contribuye a una gestión incorrecta de los recursos energéticos. “Cuanto mayor sea la atención, mayor y más duradero será el placer”, afirman. Y asegura también que cuando se come con más atención, se come menos (lo que redunda en que es una manera científica y cerebral de adelgazar) y se entrena mejor el gusto para percibir mejor los alimentos y, en definitiva, incrementar el placer. Basta pensar en un experto en vino, capaz de distinguir una centena de aromas. Comer acompañado es otra recomendación clave para incrementar el bienestar.
¿Otra recomendación para estimular el placer de comer? Hacerlo de manera lenta.