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SAN MARTÍN Y O???HIGGINS, HISTORIA DE DOS DESTINOS

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Historia. Crédito: San Martín después de Lima.

San Martín después de Lima

El 12 octubre de 1822, luego de retirarse del Ejército Unido en el Perú, llegaba San Martín a Valparaíso, Chile, acompañado por el capitán Luis Pérez, dos asistentes, el perrito que manos amigas le habían regalado en Guayaquil, algunos cajones repletos de documentos (escritos muchos por él), su poca ropa y algunos objetos. Gran parte de sus libros habían quedado en la Biblioteca Nacional de Lima, creada por él. Traía consigo solo 120 onzas de oro, ahorradas de sus sueldos percibidos. Ese era todo su capital, según informe que consta en testimonios de la época, contrariando las habladurías infames que divulgaban en pos de desacreditar su honradez y su figura de honorable persona.

 

La llegada a Valparaíso

Apenas se divisó el bergantín “Belgrano” en la inmensidad del mar hacia la costa, el Gobernador de la ciudad, amigo y exsecretario del Ejército de los Andes, don Ignacio Zenteno, mandó a izar la bandera en el muelle en honor a la llegada del prócer que arribaba a la patria por él libertada. Completada la maniobra de atraque y amarre, el General bajó a tierra, su amigo Zenteno apuró los pasos para recibirlo en un recíproco afectuoso abrazo y ordenó a las tropas formadas hacer sus saludos de honor.

 

 

Ausente de público por la incógnita que Zenteno había hecho de su llegada, el General no corría riesgo de ser agredido verbalmente por personas opuestas al gobierno de ese momento (presidido por el Director Supremo y amigo personal, el patriota chileno Bernardo de O’Higgins) y amigos del almirante Lord Cochrane (enfrentado con San Martín en plena campaña al Perú), a quien el Libertador echó por autoritario y corrupto.

Luego de haber sido conducido y de pasar ese día en la residencia de su amigo Zenteno, el día 15 fue trasladado a Santiago acompañado por una escolta y dos carruajes donde viajaban sus acompañantes —todo enviado por O’Higgins, quien lo había invitado y casi obligado a residir en su casa.

 

En Santiago

Su entrañable amigo Bernardo lo esperaba ansiosamente. El día 16 a la mañana llegó San Martín al palacio del Director Supremo, donde éste lo recibió con todos los honores, y sobre todo con inmensa felicidad; su mamá y su jovencita hermana Rosita también desbordaron de alegría.

Enseguida lo condujeron a la habitación y alojaron a los acompañantes en una contigua a la suya, con el fin de que estuvieran cerca por cualquier necesidad. San Martín había llegado con la salud resentida; ya en el viaje de Valparaíso a Santiago no se encontraba del todo bien. El General inmediatamente hizo uso del lecho que le había dispuesto su amigo.

 

 

La presencia del Libertador no podía ser más oportuna ya que el gobierno de don Bernardo no estaba pasando por un buen momento: la salvaje oposición no reconocía ninguna clase de méritos al más patriota de ese país; O’Higgins sufría el hostigamiento y la injusta descalificación de su persona, lo cual había llevado a la debilitación de su gobierno.

 

 

San Martín, que había venido escapando de toda preocupación política y cizaña creada en su contra también en el Perú, se encontró en Chile con esta gran situación ponzoñosa, grave y amenazadora tanto para él como para su querido amigo.

 

 

Si hubiera estado a su alcance, no habría quedado un instante más en Chile, comentaba el General. Volaría a su chacra de Mendoza para traer allí a su mujer y a su hija, que estaban en Buenos Aires, y también a su amigo O’Higgins con su mamá y su jovencita hermana, que tanto sufrían por la suerte y la felicidad del hijo y del hermano combatido y acusado por sus propios compatriotas. Pero eso era imposible en ese momento: primero, por la frágil salud de Remedios, que le impediría hacer semejante viaje de Buenos Aires a Mendoza, y segundo, por su propio estado de salud, que lo tenía a mal traer.

 

 

La madre y la hermana de don Bernardo tuvieron que encargarse del cuidado del General. Cuenta Rosita que cierta vez le oyó balbucear, afectado por la alta fiebre, los nombres de Bolívar, O’Higgins, Arenales, Guido y el de ella misma, en frases incoherentes. Sólo O’Higgins y el padre Bauza estaban autorizados a entrar en su habitación. Este último se encargaba de leerle las cartas, que llegaban en cantidad.

Las santas manos cuidadosas de las dos mujeres lograron reanimarlo y ponerlo bien y San Martín comenzó a leer y a responder las cartas por sus propios medios.

 

 

Aquel crucial diálogo con O’Higgins

Un fin de semana que las dos apreciadas mujeres se habían ausentado, el Libertador quedó solo con su amigo Bernardo, oportunidad que aprovechó para charlar sobre la situación que aquejaba al Director Supremo. A poco de iniciada la conversación, O’Higgins apuntó con resignación la ingratitud de los pueblos y el cansancio que ya comenzaba agobiarle.

 

 

—El día menos pensado, largo todo y me marcho aunque sea a la Luna, lejos, bien lejos de cuanto aquí me roda y hostiga.

—¿Me permite usted que le diga con franqueza mi pensamiento, don Bernardo? —San Martín preguntó con cariño.

—Pues, no de otro modo quiero que me hable usted, mi querido amigo.

—Bien, entonces: Yo creo que usted se ha demorado más de la cuenta en hacerlo, en largar todo y dejar a otro ese potro indomable que es la opinión pública.

—Pero ¿usted no advierte, don José, qué será del país el día que yo resigne el gobierno?

—Lo conozco por adelantado; ocurrirá lo que está ocurriendo en toda América libertada. Ello es fatal, mi amigo; y Chile no es la excepción, ciertamente. Siendo ello así, ¿qué más da que el pueblo se dé el gusto en destriparse hoy o mañana?

—¡Qué desgracia, señor! ¡Qué desgracia! —exclamó el patriota chileno.

—Es una desgracia, en efecto, que no está en manos de nadie el evitarla... Pero hay más, amigo mío: usted no la evitará sacrificándose un año más, un mes más o una semana más..., y al final, ¿qué ha de acontecer? Pues, que si usted no desmonta de buen grado y propia iniciativa, las pedradas de su opositores se trasformarán en lazos o tiros que voltearán irremisiblemente a usted del potro, y todavía con peligro de su vida.

—¡Eso tendrá que verse, car...! —expresó, acalorado, O’Higgins, a quien no le faltaba coraje, por cierto.

—No se acalore usted, don Bernardo. Escúcheme con calma. Sígame usted en mi raciocinio y mírese en mi espejo, que para algo ha de valer la experiencia en cabeza ajena. Si no, nos ponemos en tonta obcecación. Los pueblos no disciernen; por más que sus conductores observen una conducta honrada y procedan con las más limpias intenciones, su gobierno acaba por hacérseles antipático, gravoso e intolerable al fin, máxime cuando los charlatanes y deshonestos los envenenan con mentiras, promesas y calumniosas afirmaciones. Usted ha hecho por Chile lo que nadie habría sido capaz de hacer: le ha sacrificado usted su tranquilidad, su fortuna personal, los mejores años de su vida, y ha hecho del país un estado independiente y rico. Cuanto más grandes son los servicios y los sacrificios del hombre público, más encarnizada se muestra la oposición y más abundante es la ponzoña que vierten las lenguas mal intencionadas... ¡Largue usted, don Bernardo, y pronto! Deje de ser hombre público y empiece a gozar usted de la libertad y la vida de un hombre común!

—Créame usted, don José, que hace tiempo lo vengo pensando y queriendo hacer...; pero sufro por la patria al ver que la obra se derrumbará enseguida.

—¿Y entonces, amigo mío? ¡Pues acabe de resolverse usted! Reúna al Congreso cuanto antes y resigne su mando. Si quiere vivir tranquilo, salga de Chile: véngase conmigo a Mendoza con su apreciada familia, o, si usted prefiere, váyase al Perú.

 

 

El viaje a Mendoza

El traslado a Mendoza era una necesidad para San Martín, deseoso de no estar mezclado en las disputas que se extendían tanto en el suelo de Chile como en el del Perú.

 

 

El 26 de enero de 1823, la pequeña caravana que transportaba el equipaje del General y a sus acompañantes, partía rumbo a la cordillera con destino a Mendoza.

 

 

Llevaba el Libertador la emotiva imagen del día anterior, el afectuoso abrazo con su querido amigo O’Higgins, su mamá y su hermana Rosita, quienes habían humedecido su hombro con el llanto de la despedida. No imaginaba entonces que esa sería esa la última vez que vería a su amigo y camarada de los Andes, como así también a Nicolás Rodríguez Peña, que había ido a despedirlo.

El Gran Capitán de los Andes, montado en una mula, llevando su perrito sobre sus piernas, partió entonces, buscando el nuevo destino que le deparaba la vida.

 

Al pasar por Chacabuco

El día 27 llegaron a la hacienda de Chacabuco, el lugar que años atrás lo había coronado de gloria en la inaugural epopeya libertadora. Por unos instantes, quedó el General observando el inmenso paisaje, sus ojos comenzaron a brillar de emoción nostálgica. Aquella batalla se le revivió en sus retinas, veía a su recién dejado amigo O’Higgins cargar desesperado contra los realistas; a Zapiola y sus muchachos sableadores; al glorioso Regimiento 11 de negros valientes conducidos sabiamente por Las Heras y por Conde; a Necochea, Medina, su cuñado Manuel Escañada con sus Granaderos —todos heroicos muchachos. Luego de larga contemplación y recuerdos y de descansar todos en silencio, como respetando aquel momento de emotividad de su jefe, continuaron el viaje.

 

Noticias de O’Higgins

El 4 de febrero entraron en Mendoza y el 6 se instalaron en su chacra de los Barriales.

 

 

El día 8 llegó un chasqui trayendo la noticia de que su amigo O’Higgins había renunciado el 28 de enero, dos días después de su partida, y le comunicaba que se iba a Valparaíso, para luego embarcarse al Perú.

 

 

Al mes recibió otra misiva de don Bernardo en la que le comunicaba la suerte corrida en su intento de viaje hacia el Perú: al abordar el barco que lo llevaría, había quedado automáticamente detenido con carácter de preso político, sin autorización para dejar el país.

 

 

A mediados de abril, San Martín recibió otra carta con fecha del 10 de ese mes, en la cual O’Higgins expresaba: ”La muerte habría sido más benéfica que días de tanta amargura. No me ha llegado todavía el permiso que he solicitado al gobierno para pasar a países extranjeros... ¿Es posible que el corazón de esos hombres bajos, que deben a nuestro esfuerzo su existencia y libertad, aparezcan al mundo tan débiles y tan ruines?”

Al final de julio de 1823, un baqueano de la zona le trajo una nueva correspondencia fechada el día 15 de ese mes, donde don Bernardo le hacía saber: “Mañana parto para Lima con mi familia a buscar un conducto seguro para dirigirme a Inglaterra”.

 

 

El 17de julio de 1823, se embarcaron para el Callao en la fragata “Fly” don Bernardo, su mamá y su hermana.

 

 

Nunca pudo realizar el viaje de exilio a Londres ni volver a su patria. Chile le retiró su pensión como militar pues había sido también borrado del escalafón militar.

O’Higgins había nacido el 20 de agosto de 1778, el mismo año que su amigo San Martín, en Chillán, Chile. Y murió el 24 de octubre de 1842 en Lima, Perú.

 

Remedios

El 25 de agosto recibía nuestro prócer la más dolorosa de las noticias: el 3 de agosto había fallecido Remedios. La noticia le causó tan dramática sorpresa que se desplomó en su sillón y, entregado al mudo dolor de su corazón, dejó caer dos lagrimones que resbalaron hasta sus labios. Sus ojos, llorosos y fijos en la hoguera de la estufa, le reflejaban la imagen de Remeditos, como él llamaba a su esposa, compañera y madre de su única razón de vivir, Merceditas.

 

 

Muy triste y emotiva fue la partida de Mendoza a Buenos Aires. Se preguntaba si alguna vez volvería ver esas tierras que tanto le habían ayudado a realizar su hazaña cordillerana y que ahora veía alejarse por el camino, donde se mezclaba el silencio emocional y el andar de los caballos que tiraban el carruaje.

 

 

Catorce días duró el rodar del coche por esos peligrosos caminos, donde estuvo latente la persecución de sus destructores opositores, quienes pensaban que su presencia en el país era peligrosa.

 

 

El 4 de diciembre de ese año 1823 llegaba a su casa de Buenos Aires. ¡Cuánta tristeza, y qué tremenda ausencia halló el héroe en la casa! Ni los abrazos y besitos que recibió de su amada Merceditas pudieron doblegar el dolor de no encontrar las caricias de su amada Remeditos ni la presencia de su leal amigo y suegro, don Antonio José Escalada.

 

El viaje a Europa

En enero de 1824, San Martín se embarcaba con Merceditas hacia Europa en la fragata “Bayonnaise”. Iba con el pensamiento de radicarse en ese continente hasta que su hija, de siete años entonces, terminara los estudios. Pensaba que para ese momento su patria estaría ya reorganizada y unida. Nunca fue así. Nunca más pudo volver.

 

Reflexión final

¿Será represalia del destino que hasta hoy no podamos lograr esa unión con que tanto soñaban nuestros próceres? Como en aquella época de la independencia y de crecimiento de nuestra patria, continuamos con esos mismos desencuentros.

 

Esta reseña es una colaboración de José Olivieri, Presidente de la Asociación Cultural Sanmartiniana de la Ciudad de La Banda ([email protected]).

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