
Ciudad del Vaticano — En la majestuosa Capilla Sixtina, bajo el Juicio Final de Miguel Ángel, donde los frescos parecen hablar con luz propia y las figuras bíblicas cobran vida en cada gesto, se esconde una pequeña habitación que contrasta radicalmente con el esplendor renacentista que la rodea. Es la llamada “sala del llanto” o “sala de las lágrimas”, un lugar sencillo, silencioso y profundamente simbólico al que solo accede el nuevo Papa, minutos después de ser elegido por el Cónclave.
A la izquierda del altar, una puerta discreta lleva a este espacio recogido. Allí, según explica monseñor Marco Agostini, ceremoniero pontificio, “el Papa toma conciencia de lo que ha llegado a ser, de lo que es a partir de ese momento”. Es en ese instante cuando el cardenal electo deja de ser uno entre muchos para asumir, en solitario, la inmensidad del rol que le fue confiado: ser el sucesor de Pedro, el líder espiritual de más de mil millones de fieles.
La sala es modesta. Una pequeña bóveda con lunetos, restos de frescos antiguos, dos tramos de escaleras, una ventana cubierta por una cortina, una mesa, dos sillas de madera oscura, un sofá rojo y un perchero. Todo es sobrio, casi austero, en marcado contraste con la magnificencia de las obras de arte que quedan atrás al cruzar esa puerta. Aquí no hay mármoles, ni dorados, ni multitudes. Solo el silencio y el recogimiento.
En este lugar, el nuevo Pontífice encuentra tres sotanas blancas dispuestas sobre el perchero, de diferentes tallas. Deberá escoger una, la que vestirá de ahí en más como signo visible de su nuevo ministerio. El acto de cambiarse la ropa, lejos de ser un simple trámite ceremonial, se convierte en una verdadera investidura, cargada de tradición, emoción y espiritualidad.
“La sala de las lágrimas” recibe su nombre porque muchos de los Papas, al ingresar en ella, se han quebrado en llanto al comprender la magnitud de la responsabilidad que asumían. Las lágrimas no son de júbilo, sino de humildad, de temor reverente, de consciencia espiritual. En esos minutos de soledad, el nuevo Papa se enfrenta no solo a su futuro, sino también a la historia que lo precede y al peso moral que deberá llevar.
Es en ese pequeño cuarto, alejado de cámaras y protocolos, donde el cardenal deja de ser hombre para convertirse en símbolo. Es allí donde el alma se aquieta y la fe se profundiza. Y es desde ese recogimiento silencioso que, pocos minutos después, el mundo escuchará por primera vez su voz: “Habemus Papam”.