*Por Jorge Elbaum
Los medios de comunicación occidentales festejaron la última semana las acciones militares llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas de Ucrania en territorio ruso. Sus crónicas reflejaron las afinidades por los juegos de guerra de la OTAN y el regocijo por el golpe llevado a cabo contra los bombarderos estratégicos rusos alcanzados por drones, a miles de kilómetros del epicentro bélico. Sin embargo, esas mismas propaladoras omitieron referirse a la ofensiva rusa ejecutada por treinta mil efectivos de la 155 Brigada de Marines, junto a tropas aerotransportadas, en la región de Sumy (foto), ubicada a 350 kilómetros al este de Kiev. La difusión fragmentaria de los combates y la necesidad de los 32 aliados otantistas de exhibir alguna victoria militar después de tres años de guerra, exponen también las particularidades de la guerra híbrida comunicacional, orientada a invisibilizar el avance de las fuerzas del general tuvano, Sergei Shoigú, actual secretario del Consejo de Seguridad ruso.
El G7 y sus instituciones satélites –el Banco Mundial, el FMI, la OTAN, la OCDE, la Junta de Estabilidad Financiera y el SWIFT– no pueden aceptar que la Federación Rusa se imponga, porque su victoria –expresada en una capitulación ucraniana o en una negociación de paz que acepte las exigencias de seguridad impuestas por Vladimir Putin– supondría la aceptación de una derrota estratégica, la asunción de su declinación y el consecuente debilitamiento frente a la emergencia de los BRICS.
La desesperación por disimular la indudable derrota militar quedó expuesta el último jueves en la reunión de los ministros de Defensa de la OTAN, realizada en Bruselas, donde acordaron –con la oposición de España– triplicar los gastos en defensa hasta llegar al cinco por ciento de los presupuestos de cada uno de los 32 países miembros. El espíritu ruso y su empecinada resiliencia los sigue inquietando desde hace doscientos años.
Frente a esta realidad, Estados Unidos continúa con su posición ambivalente. Donald Trump caracteriza a Vladimir Putin como un loco y, a la semana siguiente, describe a Volodimir Zelenski como un necio que insiste en entregar su territorio a las tropas rusas. Sin embargo, en forma paralela, continúan los envíos de armas estadounidenses a Ucrania, acordados durante la administración de Joe Biden, y los militares del Pentágono prolongan la transferencia de información satelital indispensable para los ataques con drones operados por militares ucranianos. La última semana, además, ingresó en el Capitolio un proyecto de ley bipartidista presentado por los senadores Lindsey Graham y Richard Blumenthal, que busca imponer un arancel del 500 por ciento a los bienes de aquellos países que comercian con la Federación.
La contradicción se hace más evidente cuando el Secretario de Defensa Pete Hegseth anuncia, durante el encuentro de la OTAN en Bruselas, que los dos objetivos del Pentágono serán proteger la frontera sur de su país y aumentar el potencial de disuasión en la región Asia-Pacífico: “Estados Unidos no puede defenderlo todo a la vez –declaró ante los medios–, y no tiene por qué hacerlo”. Las vacilaciones de la administración estadounidense son el resultado de una crisis endógena. El enfrentamiento entre Trump y Elon Musk no es más que la expresión de una degradación política que lleva a las grandes corporaciones a una disputa despiadada por espacios de poder y negocios que empiezan a mostrar su paulatino ocaso frente a las innovaciones y la vitalidad de la Mayoría Global. En el marco de esta realidad desafiante, Estados Unidos encabeza el ranking de autodestrucción, acumulando la opción financiarista –que desvalorizó el trabajo productivo– generando una profunda desindustrialización. A eso se le suma la impronta belicista, el armamentismo interno, el utilitarismo individualista, el consumismo hedonista, el terraplanismo conspiranoico y la destrucción de las redes comunitarias. Una política confusa y vacilante, a la vez coherente con una sociedad fragmentada, carente de sueños comunes y profundamente desunida.
El Club del G7 conjeturó –durante la primera década del Siglo XXI–, que la Federación permanecería pasiva o indiferente a la limpieza étnica de la población rusófona en el Donbas. Luego de iniciada la Operación Militar Especial, especuló con la implosión de la entidad estatal rusa como producto de miles de sanciones. El resultado no figuró en las predicciones de los analistas occidentales. Lejos de debilitarse, Moscú superó los desafíos, y su economía duplicó el crecimiento europeo promedio.
Es sabido que la naturaleza de la guerra no se modifica. Consiste, tal cual lo definió el militar prusiano Carl von Clausewitz a principios del siglo XIX, en imponerle la voluntad política a un adversario o contendiente. Lo que sí muta son las condiciones y las herramientas en las que se producen esas acciones bélicas. Las acciones armadas del presente requieren cada vez más de la asistencia de los satélites, los drones, los algoritmos y la Inteligencia Artificial (IA). Estos dispositivos tecnológicos ponen en evidencia que el campo de batalla de los enfrentamientos bélicos presentes y futuros se extenderá cada vez más por detrás de la línea del frente. Los analistas militares designan dos tipos de cambios. Por un lado, la transparencia que habilitan los drones de vigilancia, articulados con la red satelital y los GPS. Por el otro, la ampliación de las capacidades de sabotaje en las líneas de abastecimiento que todo ejército tiene que garantizar (proyectiles, energía, centros de salud, alimentación, etc.)
Ante esta realidad, no es sorprendente que las grandes empresas de Silicon Valley –nacidas gracias a los contratos del Pentágono en el último tercio del siglo pasado– se asocien para proyectar las guerras del futuro. En agosto de 2024, el ex CEO de Google Eric Schmidt y Mark Milley, ex jefe del Estado Mayor Conjunto de los Estados Unidos entre 2019 a 2023, publicaron un artículo conjunto en la influyente publicación Foreign Affairs, en el que afirmaban que su país no estaba preparado para los conflictos bélicos futuros, por seguir apostando a las vetustas corporaciones fabricantes de aviones, misiles y blindados. Según Milley y Schmidt la guerra integrará a la IA en todos los aspectos de la planificación y ejecución militar.
Los analistas del Pentágono advierten, además, que en abril de 2024 China anunció una reestructuración militar con un nuevo énfasis en la construcción de fuerzas impulsadas por nuevas tecnologías, incluyendo robots. Por su parte, el Ejército Popular de Liberación –nombre oficial de las fuerzas armadas de la Nación del Centro– ya cuenta con la primera comandancia centralizada de IA dedicada a desplegar escenarios de guerra virtual, a gran escala. Además, Beijing domina el mercado global de drones. Sólo la compañía DJI controla el 70 por ciento de la producción y comercialización a nivel global. Los sueños bélicos del Occidente decrépito parecen desfilar entre la altivez y las perplejidades.