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Opinión #Psicología

El Navío de los Locos

Si nos detenemos a pensarlo un poco, se continúa generando hasta hoy en día toda una carga sobre los locos que poco tiene que ver con la humanidad del loco.

Agrandar imagen Foucault comienza su libro hablando del ???Stultifera Navis??? (Navío de los Locos), es su primer capítulo. Allí es donde explica cómo los locos son subidos a barcos bajo el manto de alguna extraña purificación que se esperaba sobreviniera a ellos.
Foucault comienza su libro hablando del ???Stultifera Navis??? (Navío de los Locos), es su primer capítulo. Allí es donde explica cómo los locos son subidos a barcos bajo el manto de alguna extraña purificación que se esperaba sobreviniera a ellos.

Pretender realizar un recorrido histórico sobre la locura es algo poco original, ya que Michel Foucault lo hizo en su libro “Historia de la Locura en la Época Clásica”. Elijo seguir su rastro, palpar esas experiencias de la locura y el saber, para poder puntualizar ciertos aspectos que relate en la columna anterior; sobre todo ese al que me referí como Falta de Humanidad en la Humanidad. A la que hoy podría agregar también: Demasiada humanidad en la humanidad.

¿Por qué ahora, partiendo de la falta de humanidad, me atrevo a decir demasiada humanidad en la humanidad?

Para que se comprenda. Generalmente, cuando hablamos de la humanidad en el hombre nos representamos el sentido del buen samaritano, ese llamado instinto gregario que lleva a agruparnos y a vivir en sociedad. Pero ese agrupamiento solo es posible rechazando al que no, el grupo no identifica como parte de sí mismo.

Entonces, si decimos falta de humanidad, es por la falta de inclusión al que no es visto como todos/uno”. La “demasiada humanidad” es, por el contrario, el aspecto positivo sería la producción de relatos a favor del rechazo, elemento que permite afianzar el agrupamiento en contra de los que no son como tal.

Foucault comienza su libro hablando del “Stultifera Navis” (Navío de los Locos), es su primer capítulo. Allí es donde explica cómo los locos son subidos a barcos bajo el manto de alguna extraña purificación que se esperaba sobreviniera a ellos. Lo que sin dudas deja en claro aquella época, alrededor del siglo XV, es el lugar simbólico en donde fueron depositados: en el interior del exterior, porque no se podían bajar de esos barcos; pero también en el exterior del interior, ya que no podrían regresar a las ciudades.

Desembarcando en la época Clásica —en el siglo XVI— vemos el tratamiento hacia el loco en lo que Foucault llamará “El gran encierro”. Descartes, en su acérrima búsqueda de la verdad, puntualiza que uno puede darse cuenta de que piensa, se crea su existencia; justamente porque no está loco. Su máxima “cogito ergo sum” (pienso luego existo) deja al desnudo que el loco, al no poder pensar (al menos con claridad) no existe. De este modo se comienza a ubicar a la No-Razón como un peligro para acceder a cualquier verdad y relaciones subjetivas. En esta época, el progreso del Racionalismo fue investido con pieles de locos.

En el siglo XVII es puntualmente cuando el loco es encadenado, encerrado, incluso enjaulado sin tratamiento ni distinción alguna de los pobres, ociosos, perezosos, borrachos, holgazanes; el Hospital General de París funcionaba más bien como cárcel igual que los heredados leprosarios religiosos que habían sido vaciados al terminarse la lepra. Toda una fundamentación moral, casi al tono de la meritocracia actual, sirvió para condenar la locura, forzarla a trabajar para su salvación; pero no por una cuestión terapéutica, al contrario, pareciera ser un castigo puramente moral.

Recién en el siglo XIX es cuando ingresan, de la mano de Philippe Pinel y la medicina psiquiátrica, a ser tratados dentro de los hospitales con cierta orientación clínica, por llamarlo de algún modo. Lo bueno es que les quitaron las cadenas de sus pies y los grillos de sus cuellos. Esa gratitud se adeuda a Pinel; pero desde mi punto de vista, lo que realmente se buscaba en esa época era tan solo domesticar al loco, que logre alimentarse en una mesa bien servida dentro de un manto de sanas costumbres, sin alterar el orden ni a los demás comensales. Ajustarse a un modelo familiar; similar a tratamientos actuales, salvo por medio de distintas técnicas. Esto es porque nada importa de su locura, sigue castigado su sin sentido. Justamente, de ello nada se quería ni quiere saber.

En el ocaso de esa misma época, inaugurando la modernidad y apoyado en nombre de una nueva ciencia, podemos contar el caso del famoso Dr. Paul Flesching, al que su paciente, Schreber lo termina designando bajo el dote de “almicida” (asesino de almas).

Humanidad, demasiada humanidad. Si nos detenemos a pensarlo un poco, se continúa generando hasta hoy en día toda una carga sobre los locos que poco tienen que ver con la humanidad del loco.

Volviendo al Dr. Schreber, quien fue un prestigioso jurista alemán que llegó a ocupar el cargo de presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde (y que escuchaba un lenguaje de Dios por medio de los rayos y los cantos de los pájaros), quien se sostenía en la creencia de sufrir un proceso de “emasculación” (metamorfosis de hombre a mujer) por el deseo de Dios de engendrar con él un hijo. Dentro de toda su locura pudo apelar el dictamen que lo mantenía internado y recuperar su libertad tras indicar que lo que él ve o no ve, hace o no hace en el interior de su domicilio, respecta a su propia moral.

El lugar del loco para la psiquiatría en el comienzo de la modernidad es, sin duda, el lugar de objeto: objeto de estudio, sobre todo como elemento accesorio al cerebro. Existe una foto del Dr. Fleschig emblemática, de él sentado en su escritorio observando pedacitos de cerebro y un gran cuadro de un cerebro colgado sobre la pared de fondo, a la que le falta una porción. El positivismo, la necesidad de empirismo, de poder localizar específicamente en lo orgánico la falla del loco, es lo que convierte al loco en objeto. Cuerpos abandonados, despojados de su existencia y la sociedad, carne de estudio tan solo por no responder a las indicaciones a que son sometidos para su “sanación” (que nunca dista de su origen moral) o no desistir a los pensamientos cargados de sinsentido para todos aquellos que no sean ellos mismos y sus certezas.

Ya más próximos a nuestra época, nació una forma más discreta de asesinar el alma de los locos: los fármacos. Momento de aplacamiento del desborde, de amarrar el derrumbamiento subjetivo del brote psicótico. No digo que no se deban usar fármacos, son necesarios sin duda; pero no es el único modo de tratar al loco.

El loco no puede ser pensado como un déficit dentro del orden biológico, social y mucho menos del lenguaje. Sí, posee desregulaciones, irrupciones o rupturas sobre su estabilidad psíquica; pero nada de esto es distinto en cualquier paciente que solicita un análisis ni tampoco de los que no lo solicitan. Lo que sí difiere en la clínica es el modo de abordaje: existen vías diversas para con uno y con otros, con locos y no locos.

Sin duda, cada época produce nuevos síntomas o formas de expresar por medio del cuerpo, de hacer decir al cuerpo. El problema con el loco es que a lo largo de la historia es dicho desde afuera. O sea, el no puede dar cuenta de sí mismo; sino que lo hacen por él médicos o juristas.

¿Y si pensamos que el sinsentido del loco para nada carece de lógica? ¿Y si acaso nos permitiéramos comprender que la invención del loco con el lenguaje existe, y era como la nuestra; pero distinto? ¿Nos animaremos algún día, como sociedad, a poder oír qué es lo que tienen para decirnos los locos de su locura?

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