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HISTORIA DE SOBORNOS

A veces solemos creer que la corrupción es un mal de esta época. Sin embargo, algunos documentos nos sorprenden al demostrarnos que no hay mucho de nuevo bajo ese sol.

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Historia. Crédito: Ambrosio Plácido Lezica, hijo de Ambrosio, nació en octubre de 1808. Desde su juventud, se dedicó a controlar los negocios de su padre y duplicó la fortuna familiar.

Ambrosio Lezica

Ambrosio Lezica y Torre Tagle nació en diciembre de 1785. Fue comerciante y político argentino de importante actuación en la mitad del siglo XIX.

En 1806 y 1807 participó en las invasiones inglesas. En 1809 alcanzó el rango de Teniente Coronel del Regimiento de Arribeños.

 

 

En los años posteriores a la Revolución de Mayo, aumentó considerablemente su capital, fortaleza económica y renombre al entablar comercio con Gran Bretaña amparado siempre por sus primos Faustino y Sebastián Lezica, los más acaudalados comerciantes del Río de la Plata.

 

 

En 1819, el ministro Gregorio Torre Tagle (que también era su pariente), le encargó —entre otros negocios— la provisión de uniformes para el Ejército. Ambrosio adelantó el dinero para concretar la compra y cobró luego altísimos intereses al entregar el pedido, con lo que su fortuna se acercó a la de sus poderosos primos.

 

 

En 1822 fue preso por ser descubierto dirigiendo una organización de contrabando a gran escala. Fue puesto en libertad luego de pagar una gran suma de dinero.

 

Ambrosio Plácido Lezica

Ambrosio Plácido Lezica, hijo de Ambrosio, nació en octubre de 1808. Desde su juventud, se dedicó a controlar los negocios de su padre y duplicó la fortuna familiar.

 

 

En 1829 ingresó al Ejército como oficial, pero permaneció poco tiempo en sus filas. Fue varias veces diputado en la Cámara de Representantes de la Provincia de Buenos Aires, juez de paz, asesor de menores en los juzgados de la capital, cónsul del Tribunal de Comercio y miembro del jurado de Libertad de Prensa. Junto a su padre, fue uno de los fundadores de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires.

 

 

En 1854, entre sus negocios más rentables figuraba la provisión de armamentos, uniformes, tiendas y alimentos para el Ejército Argentino durante la Guerra del Paraguay, y por el cual fue acusado de enriquecerse con negociados oscuros e incumplimiento de contrato. Plácido llegó a ser considerado el hombre más rico de la Argentina.

 

Los encuentros de padre e hijo

Ambrosio y Plácido solían reunirse en el restaurante L’Universe; según la ocasión, desayunaban, almorzaban o cenaban juntos. Plácido siempre demostraba una cierta incomodidad y fastidio ante los relatos de historias vividas por su padre, quien, en cierto modo, no aceptaba el éxito y los proyectos de su hijo. A su vez, Plácido le contaba acerca de sus logros. La reunión se convertía en una competición personal y en pocas horas se volvía insoportable.

 

 

Pero un cierto día, llegaron al L’Universe para almorzar y Plácido se comportó algo distinto con su padre. Sus modales eran diferentes, fue muy amable y se mostraba, como nunca, muy interesado en lo que su padre le contaba. Ambrosio se dio cuenta de que el tema que tocaba no le interesaba a su hijo, que se esforzaba por escucharlo con atención, y que en realidad quería saber algo que le convenía. El interés del hijo no se hizo notar hasta que Ambrosio se detuvo y le preguntó: “¿Qué es lo que querés saber?”. Entonces, Plácido le pidió que le contara cuando sobornó a todo un ejército español.

 

1820: una noticia alarmante

Ambrosio cambió su relato y le contó que en 1820, apenas a cuatro años de la independencia, la Nación todavía no se organizaba y lo único que se consolidaba eran las crisis económicas y los enfrentamientos entre distintas facciones políticas y militares, y los negocios de Ambrosio.

 

 

Ese año llegó una noticia inesperada de Europa que dejó a Ambrosio envuelto en una total incertidumbre y preocupación y que hasta le quitó el apetito: su hermano Tomás Lezica, tío de Plácido, informó al gobierno de Buenos Aires que el rey Fernando VII había dado la orden de organizar una escuadra con un centenar de barcos y más de veinte mil hombres para reconquistar los territorios del Río de la Plata.

 

 

Esta novedad puso en jaque las aspiraciones de independencia definitiva y la paz de toda la vecindad de Buenos Aires pues, si se concretaba, seguramente se perderían todas las propiedades, y el puerto y la Aduana pasarían nuevamente a manos españolas. Para Ambrosio, eso sería el final.

Sabía que la noticia era veraz pues había sido enviada por su hermano, que residía en España desde hacía diez años y obraba como agente encubierto aportando datos al gobierno argentino sobre las órdenes internacionales que se sancionaban en la península.

 

La situación en el Río de la Plata

La desesperación de Ambrosio aumentaba al solo pensar que Buenos Aires no estaba en condiciones de repeler semejante invasión. No había ni dinero ni tropas. El ejército más disciplinado y preparado en ese momento se encontraba combatiendo en Lima al mando del general San Martín.

 

La “solución” de Ambrosio

Cuando le resultaba difícil conseguir algún negocio, Ambrosio apelaba a los sobornos —que todo lo facilitaban—. En estas circunstancias, reflexionó que tal vez podría hacer lo mismo con los militares, con quienes había hecho negocios de esa clase.

 

 

Esa era la parte de la conversación que a Plácido le interesaba.

 

 

Ambrosio le contó que decidió entonces escribirle a su hermano Tomás y pedirle que negociara con los jefes de la expedición un soborno para que esta no se realizase, trato que se concretó.

 

 

Ambrosio había llevado esta iniciativa a las altas autoridades civiles y militares. Cuando les detalló el modo de intentar desactivar dicha reconquista, todos se pusieron sumamente incómodos, pero era una práctica en la que casi todos los concurrentes habían incurrido alguna vez. Les explicó que él se haría cargo del soborno porque prefería intentarlo y arriesgarse a que los españoles atacaran aun habiendo cobrado el oro antes que no intentarlo y arriesgarse a que vinieran y que él perdiera el dinero del soborno y todos perdieran sus propiedades y bienes. Con esta reflexión, todas las autoridades levantaron la mano y dieron su voto positivo.

 

Una noticia tranquilizadora

El 24 de junio de 1820 desde Gibraltar llegó al puerto de Buenos Aires la carta de Tomás Lezica con destino al Director Supremo José Rondeau. Como este ya no ocupaba el cargo, fue recibida por el propio Ambrosio, que abrió el sobre ansioso y con manos temblorosas: sabía que en esas líneas estaba marcado el destino, primero, de su fortuna y, segundo, de la independencia de las provincias del Río de la Plata.

 

 

Leyó que, curiosamente, el Ejército de la Isla de León, acantonado en la península —o sea, el de la gran expedición a la reconquista de los territorios del Plata— se había insurreccionado, se había declarado en rebeldía y desconocía la autoridad del Rey. Cabe aclarar aquí que esta sublevación ya venía desarrollándose desde hacía un tiempo en distintos distritos y era encabezada por Rafael de Riego.

 

 

Por supuesto que el dinero aportado por Ambrosio para el “soborno patriótico” —como él lo denominaba— fue recuperado con altísimos intereses que la patria debió abonar. Así aumentó extremadamente su fortuna Ambrosio Lezica.

 

1852: bloqueo al puerto de Buenos Aires

¿Por qué el interés de Plácido por este relato de su padre en 1852? Porque a los pocos meses de la caída de Rosas, Urquiza había bloqueado el puerto de Buenos Aires y se había apoderado de la Aduana, lo cual comprometía completamente los negocios y los bienes de Plácido.

La “solución” de Plácido

Este relato de su padre lo llevó a pensar que, si hubo todo un ejército sobornable, por qué no podría él aunque sea intentar ofrecer los mismos servicios de soborno a quien estuviera a cargo del bloqueo. Ya había antecedentes de ciertos arreglos oscuros con los encargados de la flota comandada por los hombres de Urquiza: un comerciante de nacionalidad alemana radicado desde hacía unos años en Buenos Aires, Otto Pedro Bemberg, estaba recibiendo telas importadas de Inglaterra, lo cual daba la pauta de que existía la vista gorda a cambio de unas monedas.

 

La conversación inicial

Plácido fue notificado por su amigo Mariano Billinghurst de que el primer sobornable era el flamante jefe de policía de Mitre, Hipólito Anacarsis Lanús Fernández de Castro. Cuando lo visitó, se entendieron perfectamente: Plácido se sentía cómodo porque podía preguntar lo que quería sin temor a ser mal interpretado e Hipólito se dio cuenta enseguida de lo que ocurría y le explicó la manera de negociar con la escuadra confederada.

 

Los pasos siguientes

Este jefe de policía era entrerriano y conocía bien a sus paisanos. El capitán Ramiro Celaya era quien recibía los pagos en efectivo y se los hacía llegar a la máxima autoridad, que era el brigadier John Halstead Coe. Plácido envió a su amigo Billinghurst a entrevistarse con Coe y a definir con él el pago del arreglo —que se fijó en veinte mil onzas de oro— para traicionar a Urquiza y despejar el puerto y dejar la aduana libre.

 

 

Unos días después, Billinghurst se encontró con un emisario de Coe y decidieron la manera en que se iba a entregar y repartir el dinero. Cada oficial había puesto precio a su traición: el comandante Bautista Pinedo cobraría 400.000 pesos; y los comandantes de menor rango Guillermo Turner, Manuel Rojas y Federico Leloir se llevarían 350.000, 200.000 y 100.000 pesos respectivamente. Dos oficiales, los hermanos Cordero, no quisieron formar parte de la traición y, curiosamente, fueron arrestados y desterrados a un destino incierto.

Toda la operación fue exitosa.

 

 

La huida de Coe

El brigadier Coe había arreglado su salvoconducto con el capitán de un barco norteamericano con destino directo a Estados Unidos pues Urquiza le había puesto precio a su cabeza, pero se encontró con que el capitán del barco, al conocer el monto que se estaba llevando, le aumentó considerablemente el precio de su servicio y su silencio. Coe, muy enojado, se resistió, y el capitán, sin alterarse, le respondió que lo bajaría en el puerto de Rosario. Eso no le dejó margen a Coe para discutir la extorsión.

 

Vuelta a la normalidad

Plácido sintió alivio y orgullo de sí mismo por el fin del bloqueo. Sus bienes y negocios estaban nuevamente a resguardo y los comerciantes de Buenos Aires dominaban la aduana.

 

 

Ambrosio y Plácido volvieron a reunirse para desayunar en L’Universe. Ahora estaban en un pie de igualdad pues los dos tenían historias para contarse y debían soportarse mutuamente.

 

 

Padre e hijo murieron en Buenos Aires: Ambrosio, en septiembre de 1859, y Ambrosio Plácido, en diciembre de 1881.

 

Una pregunta para la que aún no encuentro respuesta: ¿acaso pueden estos dos casos llamarse “sobornos patrióticos”?

 

Esta reseña es una colaboración de José Olivieri, Presidente de la Asociación Cultural Sanmartiniana de la Ciudad de La Banda (email: [email protected]).

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