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CR??NICAS DEL TIEMPO; ???VIDA DE FORTINEROS???

Nuestra tierra, los hombres que viven en ella, tienen muchas cosas por contar. Algunas ya se han ganado el lugar de la leyenda. Narraciones que parecen extraídas de la ficción pero que son historias reales, que se desarrollaron cuando se fueron dando los primeros pasos de la patria.

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Literatura. Crédito: Historias reales.

El fortín es el hogar que el Estado asigna al soldado, es la fortaleza que se supone habrá de protegerlo en la avanzada de tierras de indios, un cuartel pequeño, un reducto —dicen algunos— de la civilización.

 

 

El comandante Prado confiesa: “Aquello me aterró”. Y haciendo alusión al fortín Timote decía: “De ese grosero montículo de tierra rodeado por un enorme foso vi salir de unos ranchos —que más parecían cuevas de zorros que viviendas humanas— a cuatro o cinco milicos desgreñados, vestidos de chiripás. Todos ellos llevaban la miseria en sus cuerpos y la bravura en sus ojos”.

 

 

El periodista Remigio Lupo, que acompañó a Roca en su campaña al desierto, describe así al fortín Rivadavia: “¡Ni siquiera una choza miserable! Y eso que allí están viviendo dos infelices soldados perdidos en medio del desierto”. Lupo se queja: “La civilización olvida los sacrificios de esos hombres; no les paga con regularidad; no es capaz de levantarles una ramada donde poder guarecerse y, para peor, ni siquiera premia sus esfuerzos enviándoles los alimentos indispensables para no morir de hambre”. “Llama la atención”, dice este periodista, “la cantidad de perros que acompañan a los pobres y olvidados milicos del fortín Rivadavia”. Decían los propios soldados: “Ellos nos conservan la vida, señor. Muchas veces nos faltan las raciones y entonces comemos los animales que estos perros nos ayudan a cazar”.

 

 

Por el fortín Sanquilcó anduvo el francés Alfred Ebelot —ingeniero, periodista y escritor— y en sus Memorias dejaba la descripción de su experiencia: “Imagínense ustedes un reducto de tierra de una cuadra de lado, flanqueado por chozas de juncos más pequeñas que los ranchos, dejando en el medio un sitio cuadrado en cuyo centro está el pozo; inundado de criaturas que chillan, de perros que retozan, de avestruces, nutrias, mulitas y peludos que trotan y cavan la tierra, de harapos que secan en cuerdas y fogones encendidos con excremento en los que no falta la pava y el mate y se asa el alimento al aire libre; un centinela apostado en una torre de palos [mangrullo] con la sola imagen de un desierto.”

 

 

Estanislao Zeballos —abogado, escritor y político—estuvo en el fortín Las Víboras y en una parte de sus crónicas menciona un comentario del coronel Nicolás Levalle, que no era ningún flojo, al contrario: “¿No es verdad, doctor, que es preferible pegarse un tiro antes de vivir esta vida de hambre y de tremendas privaciones?”

 

 

El fortín también tiene momentos gratos, como el que relata el comandante Manuel Prado: “Un 9 de julio en la frontera, a la salida del sol, los cuerpos están formados en línea de batalla, saludando al astro que simboliza nuestra gloriosa independencia. No hay dos vestidos de igual manera. Uno llevaba como chiripá la manta, otro carecía de chaquetilla; unos calzaban botas rotas y torcidas, otros alpargatas, otros los pies envueltos con pedazos de cueros y otros descalzos”. Sin embargo, cuenta este comandante que, cuando se tocó el Himno Nacional y el jefe vivó a Patria, aquellos pobres milicos respondieron con todo el entusiasmo de sus corazones. “Creo que creían todavía que no habían hecho bastante para merecer la gratitud de la Nación. Luego hubo carneada, caña, café, azúcar. Y al final las penas fueron sofocadas, aunque solo por un día, por el alcohol y el fandango.”

 

 

Mamá Carmen

Pampa infinita y sol de mediodía que se desploma sobre la vegetación escasa y achaparrada, chillidos de aves que a veces se mezclan con voces humanas. Desde unas cortaderas sale un pájaro como catalpultado hacia la altura. Algunos caballos relinchan y los perros, infaltables camaradas, ensayan unas corridas, husmean y ladran. Ellos ruidosamente, los humanos en silencio, todos claman por agua. Los integrantes de la tropa marchan ensimismados, como apartados unos de otros, sumidos cada cual en sus propias desventuras. La sargento Carmen Ledesma, la mamá Carmen, como le decían, con la cara surcada de veteranía, con surcos que son hitos de una vida sembrada en combates y fortines, no aparta sus negros ojos de su hijo, el cabo Ángel Ledesma.

Mamá Carmen revista en el fuerte General Paz a las órdenes del coronel Hilario Lagos. Le había dado a la Patria dieciséis hijos varones, pero quince murieron luchando contra el indio, conquistando tierras que otros habrían de disfrutar, esos otros que no arriesgan su cuerpo. Ángel es el único que le queda, de ahí su ansiedad y esa atención que no se separa del cuerpo de su hijo. Y ahora que lo ve con los labios resecos, Carmen se acerca a cebarle un mate con yerba ya secada y vuelta a ser utilizada. Ángel lo recibe con el mayor don que en estas circunstancias pudiera recibir: una sonrisa gratificante a la mamá Carmen, que por ese momento hace olvidar todas sus penurias. Poco importa el escaso gusto a yerba, el agua menos que tibia, importa el líquido que moja sus labios partidos por la sed, importa el saberse cerca de una madre que lo ampara, lo ama y lo protege.

La tropa marcha en medio de unas nubecillas de polvo y va ascendiendo un médano. De pronto los perros, incluso el “Sargento” —el perro que Ángel había salvado de las heridas recibidas de los indios en un enfrentamiento— comenzaron a ladrar furiosamente. Los caballos paran la oreja. Los hombres detienen la marcha. De pronto se divisan indios por todas partes, eran como cien.

 

 

Es tarde para pensar en otra cosa que no sea pelear. Una vez más, el viejo dueño de las Pampas sorprendió a una partida de soldados. Lanzas y boleadoras de un lado y sables y armas de fuego por el otro. Armas de fuego que, en el mejor de los casos, servían de garrote. El entrevero es feroz. La sargento Ledesma, brazo poderoso y hábil, reparte sablazos como el más aguerrido de los milicos y no se aleja de su hijo Ángel. Pero los indios lo acosan y un lanzazo le llega al cuerpo. El corpachón del cabo Ledesma siente la herida y baja del caballo. Otro lanzazo le destroza las entrañas y Ángel cae al piso moribundo.

 

 

Mamá Carmen emite un grito aterrador que hasta a los mismos indios atemorizó. Saltó de su caballo, arrancó el cuchillo de la cintura de su hijo, se arrojó sobre el indio y se trabó en lucha. Hablar de ferocidad es decir poca cosa. En esa pela la sargento Carmen Ledesma concentra todas sus fuerzas pasadas, presentes y futuras —si es que las hay para ella. El indio es arrojado al suelo y despojado de su lanza. Los cuerpos se trenzan y ruedan por unos instantes. Carmen se desprende de la lucha por un momento y el indio desata sus boleadoras. Nunca ha visto tan cerca la cara de la muerte, muerte con cara de mujer, una mujer que ruge y lo acosa, que tiene a su último hijo herido de muerte y a la que nada le importa.

La lucha es breve y la mamá Carmen triunfa. El hijo de la Pampa está muerto. Lo ha vencido el amor materno. El resto de los indios se aleja y queda la desolación y retorna el silencio. Solo se escucha el llanto de Carmen. Su hijo Ángel Ledesma ha exhalado el suspiro final. Su alma vuela a reunirse con las de sus quince hermanos. La tropa torna a marchar y en el caballo de la sargento va el cuerpo de su hijo. Atrás, haciendo surco con la tierra partida por la sed, la cabeza del indio atada a la cola del animal.

 

 

Es de noche. En el fortín Vanguardia hay una tumba más. Sable al hombro, mamá Carmen vela el último sueño de su hijo, arrojando sobre la tierra de su tumba la semilla de tanto dolor. El resto de las tropas, las mujeres, los caballos, todos contemplan con tristeza y respeto el homenaje que esa madre rinde al último de sus hijos. Sobre la tumba, el “Sargento” —aquel perro que alguna vez Angel salvó de las heridas de la indiada— gemía y aullaba como despidiendo el alma de su amo. Todos los soldados del fortín guardan en la memoria las hazañas de una mujer entera, destinada al dolor de parir y enterrar a sus hijos. Esa mujer, que alguna vez el coronel Lagos había dejado a cargo del fortín cuando tuvo que abandonarlo llamado por sus superiores, enfrentó un ataque de la indiada contando como tropas dos mujeres con fusiles y dos soldados enfermos, pero ella cargó los dos modestos y sufridos cañoncitos de bronce y descargó la metralla contra los atacantes y a sable limpio defendió el fortín poniendo en huida ala indiada.

De esa Carmen solo quedan sus tristezas. Camina, sable al hombro, junto a la tumba de su hijo. Los soldados guardan recuerdos que nunca olvidarán. A más de uno le ha quedado el regusto de las trotas fritas que muchas veces ella supo improvisar con un montoncito de harina oscura y grasa de yegua derretida, y su alegría, su pícara alegría criolla que en tantas ocasiones sirvió para entonar el ánimo caído, para olvidar siquiera por unos momentos las penas del hogar lejano. ¿Quién no recuerda todo eso ahora, cuando su dolor solo inspira un respeto reverencial? Debajo de esos rostros fieros, tajeados y curtidos hay una pena unánime, todos están de duelo.

 

 

La mujer, desde los albores de la Patria, acompañó a nuestros soldados en los fuertes, fortines y cuarteles. Sobran testimonios para respaldar esta afirmación. Recordemos nomás a las niñas de Ayohuma, Machaca Güemes, Juana Azurduy y todas las mujeres que colaboraron en silencio con las causas de Güemes y de San Martín; la mayoría muertas por enemigos o en la pobreza total. Pero el espíritu de Mamá Carmen quedó flotando en cada fortín donde hubo una china fortinera que aliviara el dolor de un soldado de la Patria.

 

Esta reseña es una colaboración de José Olivieri, Presidente de la Asociación Cultural Sanmartiniana de la Ciudad de La Banda

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