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Opinión #Opinión

Gritar sin palabras

Los síntomas son un intento de protección de nuestro organismo ante aquello que duele. Un grito cuando lo que falta son las palabras.

Muchos son los colores con los cuales nuestros hijos nos expresan sus necesidades; lo que les pasa y aquello que sienten pero no pueden traducir en palabras.

 

 

Sus conductas y sus cuerpos tratan de poner un sentido en esos puntos oscuros donde la palabra no llega para ser ese salvavidas que ayude a sobrevivir en medio del mar de incertidumbre y miedos en el que a veces les toca navegar.

 

 

Llantos explosivos, berrinches, fracaso escolar, apatía, impulsividad, adicciones, síntomas físicos, son maneras de decir sin decir.

 

 

De gritar sin palabras.

 

 

Los niños y adolescentes viven la vida con total intensidad y en el camino van aprendiendo a poner nombre a aquello que les pasa y a lo que viven.

Los adultos, quienes tenemos como función principal acompañarlos en el camino de hacerse parte del mundo, debemos ayudarlos generando diques que contengan, sostengan y encarrilen esa energía que por momentos desborda e irrumpe.

 

 

Ellos, los niños (y extiendo esta categoría a los adolescentes) están expuestos a recibir información que, sin dosificación, adecuación y acompañamiento, les resulta violento.

 

 

Violencia es eso donde en el lugar de la palabra aparece el miedo. Un miedo imposible de bordear, porque lo que hace borde son las palabras, esas que justamente faltan.

 

 

Por momentos no somos conscientes de cuánta violencia ejerce la información que reciben nuestros hijos en sus cabezas y corazones; cuánto daño hace al stock de recursos para hacer frente a la vida, el hecho de escuchar permanentemente sobre enfermedades, muertes, riesgos y ver imágenes que no están preparados para elaborar.

 

 

Eso que se escucha, se ve y se absorbe sin poder metabolizar, intoxica.

 

 

Y como una buena intoxicación termina en vómito. Sacando afuera aquello que no pudo encontrar un lugar dentro.

 

 

Los síntomas son un intento de protección de nuestro organismo ante aquello que duele.

 

 

A los padres nos asusta sobremanera el ver que a nuestros hijos les sucede algo y que, en primera instancia, no podemos descifrar ni nos deja pistas de cómo actuar.

 

 

Pero es ese el momento justo en que un rayo de luz aparece en la oscuridad. Ese síntoma hace de voz y nos da la oportunidad de abrir un camino en el que podamos ofrecer palabras que llenen ese “pura angustia”.

 

 

Muchos son los colores con los cuales nuestros hijos nos expresan sus necesidades.

 

 

El problema es que a nosotros también la vida nos pasa y nos hace quedarnos un poco daltónicos.

 

 

Miremos más a los chicos. Necesitan miradas contenedoras que habiliten el espacio de la pregunta, del miedo, la duda y la fantasía.

Revaloricemos el espacio del juego. A través del juego de transmiten innumerables conceptos y también se lo pasa bien.

 

 

Compartamos nuestros miedos. Porque tener miedo también significa que estamos conectados, y enseñemos que aún con miedo se puede seguir adelante.

 

 

Exijamos menos, o más, depende el caso. Confiemos en que pueden pero a su modo, a su forma y sus tiempos.

 

 

Abracemos más. Nuestros brazos también sirven como diques y pocas cosas contienen con más fuerza que un abrazo sentido.

 

 

Bajemos a su altura, porque muchas veces desde ahí se ven cosas que nosotros nos perdemos.

 

 

Y desafiemonos juntos a descubrir los colores que eligen para pintar su vida.

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