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Opinión #Opinión

Hablemos de amor

Solo nos escucharán aquello de lo que hablamos.

Hay un pilar básico en lo que es la educación de los hijos y tiene que ver con el amor.

 

 

Los hijos son por y para el amor de sus padres. Es en la búsqueda por tenerlo o por la desilusión de sentir que no cuentan con él, que actuarán en su vida.

 

 

Lo primero que busca un bebé al nacer, es encontrarse con el contacto con su madre que, en una comunicación muda; pero plena de sensaciones, miradas y caricias, le demostrará que está ahí. Y que con ella, está a salvo.

 

 

Es esa sensación la brújula de la vida. Ese encuentro primario que lo da todo sin pedir nada a cambio, sin cuestionamientos, amenazas, premios ni castigos. Sólo en el simple y complicado acto de acunar, recibir, sostener y proteger.

 

 

A medida que va pasando el tiempo y vamos acostumbrándonos a la presencia de este pequeño en nuestro mundo, empezamos a perder el registro de lo importante de poder seguir actuando como en ese primer encuentro, aunque con una diferencia: a esto se le suma el desafío de lograrlo acompañando cada vez desde un poquito más lejos, más allá de los cuerpos.

 

 

Pensemos en el acto de un niño de dar sus primeros pasos. Todo comienza en los brazos de sus padres, de los que de a poco se va animando a soltar para investigar cómo es la vida más allá de esos brazos protectores; encontrando un mundo con tantos colores, texturas y tentaciones, que lo animan a explorar y ver qué hay en ese más allá.

 

 

Un día, tomados de nuestras manos, empiezan a dar algunos pasitos inseguros. Ansiosos y valientes; pero inseguros.

 

 

Y se animan a darlos porque saben de quién se están sosteniendo.

 

 

Y es así por algún tiempo, hasta que llega la hora de animarse a caminar solitos.

 

 

Muchas veces para lograr que eso pase, debemos cambiar la posición y alejarnos de ellos un poco. Nos paramos al frente, a una distancia y los invitamos a caminar hacia donde estamos.

 

 

Clave: ponerse a lo lejos para poder ser mirados y así ser faros en su búsqueda por explorar el mundo; entregándonos en una mirada plena, que les diga con nuestros ojos, voces y almas, “VENI, VOS PODES, acá esta mamá, acá está papá”.

 

 

Y en ese momento en el que finalmente avanzan, un pasito, dos pasitos y llegan a nuestros brazos, los recibimos con una fiesta y festejo que les muestran que estaremos junto a ellos celebrando sus logros. Porque sabemos que son esos pequeños logros los que los llevarán a sus grandes éxitos.

 

 

¿Qué diferencia el amor de los padres del resto de los amores? Que el amor de padres es pura entrega.

 

 

Los padres nos damos a nuestros hijos con el único fin de verlos alejarse de nosotros, sabiendo que cuando giren la cabeza en busca de esa voz que les de confianza, estaremos ahí, en cuerpo y alma como aquel primer día.

 

 

Hablar del amor de padres a hijos es, en un gran punto, hablar de incondicionalidad. No importa lo que haya pasado, un padre que ama, está presente.

 

 

Claramente no estoy refiriéndome a esos padres que nunca se despegan, porque ese “pegote” es el que evita que puedan soltarse y animarse a avanzar.

 

 

Tampoco quiero decir que estar es decir a todo que sí. Hablar del amor de padres a hijos es hablar de ese fino equilibrio que hace que algo dentro nuestro lleve a posicionarnos en ese primer momento, como ese todo abrazo y dar paso en otro, a aquel que suelta la mano, se aleja y motiva a lo lejos.

 

 

No es fácil, no hay sensores ni manuales que indiquen donde pararse en cada momento; pero sí hay una clave para poder adivinar un poco y animarse a correr el riesgo de actuar “como creemos que será la mejor manera”.

 

 

Hablar.

 

 

Cuando el bebé nace no tiene palabras. Es puro cuerpo y desde ahí lo recibimos. Pero desde el primer instante en que llega a este mundo, nuestra misión en enseñarle lo más humano que tenemos: El habla. Y así, hablándole, lo introducimos a la humanidad.

 

 

Hablar de amor con los hijos, expresarles con comunicaciones lo que sentimos por ellos. Escucharlos, conocerlos y descubrirlos cada día, es dejarles una soga siempre conectada a nosotros, de la que en caso de necesidad podrán tirar y encontrarnos del otro lado aunque estemos lejos.

 

 

Nuestros hijos llegan a este mundo a enseñarnos. Sólo podremos aprender de ellos tendiendo canales de comunicación, expresando sentimientos y respetando los suyos. Y solo así, siendo buenos aprendices de ellos en la vida, es que seremos a la vez los mejores maestros para acompañarlos a crecer.

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