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Opinión #Opinión

La muerte espera en el desierto

El drama de los migrantes venezolanos no solo es un problema individual; sino que reviste características de una crisis humanitaria que golpea a toda la región.

La frontera norte de Chile, desde comienzos de Febrero del 2021, se parece cada vez más a una zona de guerra: Drones de vigilancia atravesando el cielo de la zona fronteriza con Bolivia. Un desierto de montaña desolado a 4.000 metros de altura con gran oscilación térmica entre el día y la noche, en una región que es considerada una de las más difíciles y hostiles del planeta que cuenta con el condimento de estar sembrado de minas antipersonales. 

 

Mientras que las carreteras están vigiladas por los famosos carabineros, ahora también gracias al Decreto Gubernamental N°265 firmado por el Presidente Piñera la región fronteriza con Bolivia se encuentra bajo control operativo del ejército. Pero no se confundan, no es debido al temor a un conflicto militar o a actividades terroristas que puedan sembrar el caos y la muerte en Chile; sino a las bandas de los así llamados “Coyotes” que ingresan en forma ilegal en furgonetas o vehículos a los millares de migrantes venezolanos que tras una travesía de dos meses tratan de llegar a Chile en busca de un futuro mejor para establecerse y llevar a sus familias a un país que dé la oportunidad de vivir y alimentarse con dignidad.

 

Estos coyotes llegan a cobrar entre 100 y 200 dólares por persona para realizar la travesía de entre kilómetros que separan Bolivia con las localidades chilenas fronterizas como Colchaneo Huara. Aunque generalmente estos coyotes nunca cumplen lo que prometen, dejar a los venezolanos en el destino tanto por temor a ser atrapados como por su apuro en recoger a otro grupo. Por esto es que se ven interminables caravanas de gente que enfrentan su destino de a pie.

 

O que por desesperación establecen barricadas en las rutas desérticas para frenar a los camiones y subirse con el fin de llegar a destino y no morir con sus hijos abandonados. Estos, los más afortunados, son los que tienen los recursos para enfrentar el viaje final en vehículo; los demás tienen que arriesgarse a cruzar el desierto en un trayecto que caminando para los más fuertes demora 7 horas. 

 

La ruta a la esperanza siempre es la misma porque como dicen los coyotes “siempre al sur, siempre al sur”.

 

El camino no está libre de peligros ya que además de las famosas minas, en los últimos días cruzando por esta zona falleció producto de un ataque de tos Ricardo Araujo de 69 años, oriundo del Estado de Zulia, quien caminaba con su familia en un grupo compuesto por 30 personas que tuvieron que abandonarlo luego de intentar resucitarlo. Los vecinos se quejan que todos los días se ven individuos, familias con niños de la mano o en andas y ancianos, todos llevando o arrastrando maletas en una geografía que no perdona. Pero estos son los casos de los que llegan, de los que se pierden nadie tiene idea ni se los puede contabilizar. Muchas veces grupos de voluntarios conocedores de la región recorren el desierto tratando de ubicar a los perdidos para brindarles primeros auxilios y orientación.

 

Una vez arribados a los poblados fronterizos de Colchane, Huara o Tarapacá en Chile la situación no es mejor ya que estos pequeños villorrios de no más de 3000 habitantes pueden llegar a recibir la asombrosa cantidad de 1.500 almas por día. Situación que ha colapsado toda la infraestructura y las posibilidades locales. Los migrantes deambulan por las calles y usurpan viviendas para protegerse del frio a la espera de buses que los lleven más al sur, a la ciudad de Iquique. Si bien los organismos locales tratan de ayudar, la situación ha devenido en una crisis humanitaria tanto para los recién llegados como para los habitantes de todas las ciudades destino, en las que está creciendo el sentimiento de xenofobia.

 

El incesante flujo migratorio se incrementa mes a mes desde hace 3 años y no se detiene, esperándose que en los próximos años que 8 millones de venezolanos abandonen su país a pie. 

 

Tanto la izquierda como la derecha han expresado una gran preocupación exigiendo encontrar una solución a la crisis que abarqué a otros países latinoamericanos. Mientras los organismos de derechos humanos en Chile exigen no criminalizar la inmigración, todos acuerdan que las fronteras deben ser protegidas, hoy Chile está sancionando una dura ley de inmigración que habilitaría deportaciones casi inmediatas a todos aquellos que no tramiten sus permisos por los canales legales, aunque estos pueden demorar más de tres meses en las ciudades fronterizas del Perú o Bolivia.

 

Mientras tanto, el gobierno chileno no sabe bien que hacer y los sentimientos anti-inmigrantes siguen creciendo en una discusión que atraviesa a toda su sociedad. Pero estas medidas legales no cambian la realidad y no resuelven un drama humanitario insostenible que no debe ser tratado como un problema administrativo. Simultáneamente, los intendentes del norte de Chile acusan a las autoridades centrales de abandonarlos y los médicos de los hospitales llaman a la solidaridad porque no pueden atender a nadie más en ciudades y pueblos totalmente colapsados. 

 

Todo esto dicen sin siquiera empezar a pensar en la pandemia del COVID-19 y en las medidas sanitarias que la misma conlleva.

 

Es Domingo en Caracas, tímidamente asoma el sol, mientras la ciudad silenciosamente despierta se puede escuchar una vez más al Turpial, el ave nacional de Venezuela. Su sonido se esparce por una ciudad vacía con un canto que parece preguntarse en un suave; pero profundo lamento: 

 

¿Qué fue lo que hicimos, que le hicimos a Venezuela?  Mientras sus pequeños ojos negros parecen reflejar con una mezcla de acusación y culpa la tragedia de un pueblo que ha perdido su esperanza.

 

En la lejanía bajando del monte ahí donde se encuentran las barriadas más humildes de la ciudad se escucha con un grito quebrado preguntar a sollozos: ¿Qué pasó con la revolución socialista que prometía un futuro de dicha para todos? 

 

 

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