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A 113 años del Titanic: los argentinos que enfrentaron al destino en el naufragio más recordado de la historia

El cordobés Edgard Andrew viajaba para visitar a su hermano. Violeta Constance Jessop era una de las 23 mujeres que integraba la tripulación: había nacido en Bahía Blanca. El informe de la vida de ambos, en la nota.

El pasado 15 de abril, el mundo recuerda el trágico hundimiento del RMS Titanic, el barco que prometía ser la joya indestructible del océano y que terminó en el fondo del Atlántico apenas cuatro días después de zarpar en su viaje inaugural. En esa catástrofe —que cobró la vida de más de 1.500 personas— también hubo argentinos. Dos de ellos, con historias opuestas, pero igual de impactantes, dejaron su huella en la tragedia que marcó una época: el joven cordobés Edgardo Andrew, y la bahiense Violeta Constance Jessop, conocida en la historia naval como la mujer que no podía ser vencida por el mar.

 

Un destino cruzado por la tragedia

Edgardo Andrew tenía apenas 17 años cuando embarcó en el Titanic rumbo a los Estados Unidos, donde lo esperaba su hermano mayor, Silvano Alfredo, ingeniero naval de la Armada Argentina. Su destino no era inicialmente el buque insigne del lujo y la modernidad, sino su “hermano” menor, el Olympic. Pero una huelga de carboneros obligó a redirigir el carbón hacia el Titanic y suspender la partida del Olympic. Edgardo, obligado por las circunstancias, cambió su pasaje y terminó embarcando en el viaje inaugural del barco más famoso del mundo.

Había nacido en San Ambrosio, Córdoba, hijo de un estanciero inglés, y cursaba en Londres los estudios de ingeniería naval para seguir los pasos de su hermano. Antes de zarpar, escribió una emotiva carta a Josefina Cowan, una amiga argentina que residía en Inglaterra y con quien había planeado un reencuentro:

“Figúrese Josey que me embarco en el vapor más grande del mundo, pero no me encuentro nada de orgulloso, pues en estos momentos desearía que el Titanic estuviera sumergido en el fondo del océano”, escribió. Un deseo que, sin saberlo, fue premonitorio.

Durante la noche del 14 de abril de 1912, cuando el Titanic chocó con el iceberg, Edgardo cenaba en el comedor de segunda clase junto a dos pasajeros: el danés Jacob Milling y la maestra inglesa Edwina Winnie Trout. En un principio, como muchos otros, restaron importancia al impacto. Pero minutos después, la realidad se impuso con crudeza: el barco indestructible estaba condenado a hundirse.

 

El gesto heroico de un adolescente

En medio del caos, Edgardo se topó con Winnie llorando desconsolada. Sin dudarlo, le colocó su salvavidas y la acompañó hasta un bote salvavidas. Luego, consciente de que no había espacio para todos, se lanzó al mar helado. Nunca más se supo de él.

Su desaparición se confirmó semanas después, cuando su nombre no apareció en las listas de sobrevivientes. Sin embargo, décadas más tarde, Edwina Trout dio testimonio del gesto heroico del joven argentino. Aseguró que fue su decisión —cederle el salvavidas— lo que le salvó la vida. Y agregó que, antes de ser rescatada por el Carpathia, otro sobreviviente le colocó un bebé de cinco meses en los brazos. Ella lo sostuvo hasta que, ya a salvo, lo devolvió a su madre entre lágrimas.

El legado de Edgardo resurgió en el año 2000, cuando buzos que trabajaban en el rescate de restos hallaron una valija que le pertenecía. En su interior había ropa, cartas y postales. Era el último vestigio del joven cordobés que se convirtió en símbolo de generosidad y valentía.

 

La mujer que sobrevivió a tres naufragios

A diferencia de Edgardo, Violeta Constance Jessop vivió para contar su historia. Nacida en Bahía Blanca, fue una de las 23 mujeres que formaban parte de la tripulación del Titanic, en su caso como camarera de primera clase. Su infancia no fue sencilla: enferma de tuberculosis, su familia se trasladó a Mendoza en busca de mejor clima. Tras la muerte del padre, se mudaron a Inglaterra, donde Violeta siguió los pasos de su madre y comenzó a trabajar en barcos desde joven.

La noche de la tragedia, un oficial le ordenó subir a un bote salvavidas para tranquilizar a las pasajeras, que se resistían a separarse de sus maridos. Allí también le pusieron un bebé en brazos. Ya a bordo del Carpathia, una mujer desesperada se lo arrancó entre sollozos: era la madre del niño, quien lo había perdido en la confusión del abordaje.

Pero la historia de Violeta no terminó allí. Años antes, en 1911, había sobrevivido al choque del Olympic con un barco de guerra. Y en 1916, durante la Primera Guerra Mundial, fue enfermera a bordo del buque hospital Britannic, que naufragó en el mar Egeo. Al saltar al agua, Violeta se fracturó el cráneo, pero fue rescatada por otro tripulante que la tomó del cabello. Nunca dejó de navegar: trabajó 42 años en el mar, hasta retirarse en 1950.

Antes de morir, recibió una llamada anónima: la voz del otro lado decía ser aquel bebé del Titanic, agradeciéndole haberle salvado la vida.

 

Un legado en las aguas de la historia

Las historias de Edgardo y Violeta son dos caras de una misma tragedia. Uno fue símbolo de juventud y sacrificio; la otra, de resistencia y supervivencia. Ambos argentinos, ambos pasajeros del Titanic, ambos unidos por una misma noche que sacudió al mundo y dejó huellas imborrables en la historia.

Hoy, a más de un siglo del naufragio, los nombres de Edgardo Andrew y Violeta Jessop siguen flotando entre los recuerdos de aquella noche gélida del 14 de abril de 1912. Dos vidas argentinas que, en medio del desastre más célebre de la navegación, demostraron que el coraje y la humanidad no conocen nacionalidades.

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