Cuando el próximo papa asome al balcón de la Basílica de San Pedro tras el esperado “Habemus Papam”, no solo estará dando inicio a una nueva etapa en la historia de la Iglesia Católica. También habrá tomado su primera gran decisión: elegir un nuevo nombre, símbolo de su misión espiritual, legado deseado y visión del mundo.
Esta práctica —que hoy parece inseparable del papado— tiene raíces que se remontan a los orígenes mismos del cristianismo. Se inspira en el gesto de Jesús al cambiar el nombre del apóstol Simón por el de Pedro, estableciendo con ello un nuevo destino espiritual. Pero fue mucho más tarde, en el siglo VI, cuando esta tradición comenzó formalmente con el papa Juan II.
Su nombre de nacimiento, Mercurius, aludía al dios romano Mercurio, algo impensable para el líder de la fe cristiana. Al asumir el cargo, eligió un nombre cristiano en honor a su predecesor Juan I, y con ese gesto plantó la semilla de una costumbre que se consolidaría entre los siglos IX y X. Desde entonces, el nombre papal dejó de ser una mera formalidad y se convirtió en una declaración de principios.
El nombre como carta de presentación
A lo largo de los siglos, los papas han utilizado esta elección nominal para construir una narrativa sobre su pontificado. No es casualidad que Jorge Bergoglio haya optado por llamarse Francisco, en honor a San Francisco de Asís, dejando claro su compromiso con los pobres, el medioambiente y una Iglesia más austera y cercana.
Antes que él, Benedicto XVI eligió un nombre que evocaba tanto a San Benito como a Benedicto XV, en una apuesta por la paz, la tradición y la reconciliación. Más atrás en el tiempo, Juan Pablo II combinó los nombres de sus dos predecesores inmediatos, Juan XXIII y Pablo VI, marcando una continuidad con el Concilio Vaticano II.
El próximo papa también deberá enfrentarse a esa elección simbólica. En un contexto de demandas por mayor transparencia, justicia social y reformas internas, el nombre elegido podría dar pistas sobre sus prioridades. Nombres como León, evocando a León XIII y su histórica encíclica sobre la justicia social, o Inocencio, ligado a la lucha contra la corrupción eclesiástica, suenan posibles. Algunos analistas también consideran nombres más antiguos y menos comunes, como Gelasio, Milciades o Víctor, todos ellos papas de origen africano, como una señal de apertura a la diversidad global de la Iglesia.
El nombre que nadie se atreve a usar
En casi dos milenios de papado, jamás ha habido un Pedro II. La omisión no responde a normas canónicas ni a prohibiciones explícitas, sino a una profunda reverencia por San Pedro, el primer papa, considerado la roca sobre la que Jesús fundó su Iglesia.
Para muchos teólogos, asumir ese nombre sería una forma de arrogarse una posición espiritual sin igual. Incluso papas que nacieron con el nombre Pedro, como Juan XIV (nacido Pietro Canepanova), evitaron utilizarlo, por respeto al apóstol y por temor a lo que podría interpretarse como una presunción espiritual.
Tampoco son comunes nombres como Urbano o Pío, debido a las connotaciones históricas que cargan. Urbano VIII es recordado por el proceso contra Galileo Galilei, mientras que el papado de Pío XII sigue siendo objeto de críticas por su silencio ante el Holocausto. Optar por uno de esos nombres podría enviar señales contradictorias en un momento en el que la Iglesia busca reconciliarse con su historia.
Entre continuidad y renovación
La historia muestra que algunos nombres han sido repetidos una y otra vez —como Juan, Gregorio o Benedicto—, mientras que otros, como Francisco, han sido únicos. Esta tensión entre tradición e innovación estará una vez más sobre la mesa cuando el próximo pontífice decida cómo quiere ser llamado.
Sea cual sea la elección, el nuevo nombre papal será anunciado en latín desde la logia central de la Basílica de San Pedro, acompañado de uno de los momentos más simbólicos del cristianismo contemporáneo. A través de él, se iniciará un nuevo capítulo en la vida de la Iglesia y, posiblemente, en el rumbo espiritual de millones de fieles en todo el mundo.