Hasta ayer, los medios cerraban artículos que precedían la elección con la siguiente frase, “Hillary Clinton parece estar a horas de convertirse en la primera mujer presidenta en la historia de los Estados Unidos. Lo que no resulta claro es si su gobierno, por causa de estas diferencias (respecto a la distancia ideológica), será el epílogo de una era o el prólogo de otra muy distinta por venir.” Qué pifie, abrupto final, se adelantó el epílogo.
Donald Trump se ha convertido en el presidente electo de los Estados Unidos. Lo ha hecho por un margen cómodo, que al final del recuento bien puede superar los 300 electores. Hillary Clinton, una vez que terminen de contar California, se convertirá en la quinta persona en ganar el voto popular, pero perder el colegio electoral; acompañando a Al Gore, Andrew Jackson, Grover Cleveland y Samuel Tilden.
La encuestas no estuvieron muy lejos, al menos no en los números que corresponden al voto popular. Hillary Clinton parece que terminará arriba y dentro del margen de error. Lo que si erraron fue en su distribución, y eso lo hicieron por mucho, dando un resultado prácticamente enrocado.
Finalmente, como parecía en un principio, y muy pocos sostuvieron frente al embate constante de encuestas que decían lo contrario, el camino de Trump hacia la Casa Blanca fue a través del rust belt, el cinturón del óxido. Estados como Pennsylvania, Michigan y Wisconsin, de pasados industriales robustos que deambulan en una búsqueda de un nuevo sentido, un nuevo destino, y albergan un conflicto intestino profundo entre el pasado y el presente, le dieron el triunfo al “movimiento” trumpista. En ese contexto, las pequeñas ciudades del interior le dieron un paseo a las grandes urbes. Pennsylvania no se vestía de rojo desde 1984, Michigan y Wisconsin no lo hacían desde 1988. No importó el peso electoral demócrata en grandes ciudades como Detroit, ciudad que entró en bancarrota recientemente y es quizás un paradigma de los cambios estructurales que ha sufrido el área, o Philadelphia; las pequeñas ciudades de los estados del otrora cinturón industrial (sumando Ohio e Indiana) se pusieron sus mejores galas rojas para apoyar el prometido proteccionismo.
La extrañeza con los estados alrededor de los grandes lagos es que no figuraban en los planes de nadie como estados en pugna. Mientras los ojos de todos miraban al sur, por el norte se abrió el camino del partido republicano. Ohio, que muchas encuestas momentos antes que se iniciara el recuento de votos daban a Clinton arriba marginalmente, acabó con casi 10 puntos de diferencia a favor de Trump. Un error garrafal de estrategia por parte del partido demócrata que no evaluó las debilidades presentadas por su candidata en la interna partidaria en el área, que se repartió en partes iguales con Bernie Sanders.
El supuesto crecimiento del voto latino que dominó el discurso de las últimas 48 hs, y que debía asegurarle Florida a Clinton, parece haber sido un espejismo con más entusiasmo que datos. No solo no parece haberse dado, sino que, según bocas de urna, el apoyo latino a Trump superó al que recibió Romney en 2012 y su participación no parece haber variado demasiado a otras elecciones. Los votantes hispanos se comportaron como lo han hecho tradicionalmente, quedándose en sus casas en proporciones cercanas al 50%. Tanto Florida como Carolina del Norte terminaron teñidas de rojo también. La definición de estos dos estados abría de par en par la posibilidad de lo que hasta ese momento era un batacazo para Trump.
Es difícil saber, tan poco tiempo después de la elección, si existió un voto oculto a Trump que no se manifestó en las encuestas, o estas produjeron malos resultados. Por un lado es pronto para conjeturar y arriesgar alguna hipótesis específica al caso, pero, por otro, al ver como pareciera relacionarse la caída de Gary Johnson con el crecimiento de Donald Trump, pareciera que algún problema de campo hubo. También es posible que haya habido un importante crecimiento en la participación en estos distritos, por encima de lo normal, y que a las muestras esto se les haya pasado por alto. Muchas preguntas para entender cómo en el país más encuestado del planeta nadie vio un elefante de ese tamaño pasearse por 5 estados contiguos.
El equipo que conformaron Michelle Obama, Barack Obama, Joe Biden, Elizabeth Warren y, en menor medida, Bernie Sanders, para suplir las deficiencias como candidata de Hillary Clinton fue un fracaso rotundo. La participación electoral parece estar en niveles muy cercanos a 2012, que había sido ya menor al pico alcanzado en 2008. La incapacidad de Barack Obama de asegurar su legado a través de la “persona más capacitada para hacerse cargo de la presidencia” (como se repitió hasta el cansancio) será una mancha importante en su presidencia. A diferencia de Bill Clinton, que se mantuvo lejos de la campaña que Al Gore perdería por un puñado de votos, decisión de la Corte Suprema mediante, frente a George Bush, Obama llegaba a este punto con índices de aprobación importantes. En paralelo, la feroz campaña mediática de apoyo a Clinton, entre endosos de diarios y una estoica defensa televisiva con ridiculización extrema hacia Trump, parecen haber sido para exclusivo consumo urbano, del noreste y el corredor del Pacífico.
Si algo he de rescatar del comentario erróneo que abre el artículo, es la figura de un prólogo. El epílogo, claramente, lo estamos viviendo y no supimos verlo, ya sea por la información disponible o la negación de querer ver el pedido de cambio por parte de una importante de la población estadounidense. Se abre así un nuevo experimento en los Estados Unidos, con un presidente que nunca ha ejercido cargos políticos o electivos, con conflictos con el partido que lo llevó al poder, con ambas cámaras, teóricamente, de su lado y la responsabilidad de completar la Corte Suprema de Justicia apenas asumir. Nada mal como primera tarea en un trabajo nuevo.