El tiempo lo devora todo, incluso la extenuante campaña electoral norteamericana que, a esta altura, constituye la elección más prolíficamente cubierta de la historia de la humanidad. Desde la sorpresiva postulación de Donald Trump a fines de año pasado, hasta la inesperada reapertura de una investigación judicial sobre la actuación de Hillary Clinton como funcionaria pública hace apenas un par de días, ha pasado de todo en esta campaña. Hubo escándalos sexuales, declaraciones xenófobas, denuncias de fraude, amenazas políticas, evidencias de espionaje internacional y mucha crispación electoral en un país con una larga y rica tradición democrática.
A lo largo de estos casi doce meses de campaña permanente, Hillary Clinton se mantuvo siempre como la favorita para reemplazar al icónico Barack Obama en la presidencia de la primera potencia mundial. Donald Trump, el retador ungido sorpresivamente por unos irritados electores conservadores, condujo una campaña ecléctica, plagada de excentricidades y errores. Si Clinton fue la exclusiva front-runner de la competencia, Trump fue quien imprimió el ritmo y la tónica de la elección. Los medios y el electorado bailaron la melodía que Trump impuso: un relato de tinte populista y maniqueo que resalta las virtudes de un ideario nacionalista, industrialista y predominantemente blanco, frente a la imagen posindustrial y cosmopolita que se afianza en las grandes metrópolis del país.
La sociedad norteamericana escuchó el potente mensaje de Trump —un comunicador magnético y eficaz— y se fracturó en dos bandos irreconciliables como hace tiempo no se veía en los Estados Unidos. Los candidatos capearon el malhumor social, no sin costos: son los aspirantes presidenciales con mayor nivel de rechazo que se tenga memoria, y el voto negativo es la principal razón que esgrimen demócratas y republicanos a la hora de justificar su voto.
No es la única coincidencia. Ambos candidatos constituyen notorias excepciones en la historia de los partidos que representan. Clinton es la primera mujer en aspirar a la presidencia y Trump es un empresario, sin experiencia partidaria, mucho más próximo a la farándula que al debate político. Además, son en conjunto los candidatos de mayor edad que han competido por la presidencia. Trump cumplió 70 años hace poco y, de ganar la semana próxima, será el presidente electo más viejo de la historia de los Estados Unidos. El caso de Clinton no es diferente; cumplirá 69 años en unas semanas y podría ser la segunda jefa de Estado más vieja en asumir el cargo, sólo por detrás del mítico Ronald Reagan. La cuestión de la edad, poco explotada durante la campaña, abre serios interrogantes en torno al interés y la factibilidad de una eventual reelección de quien quiera sea quien triunfe el próximo 8 de noviembre.
A la hora de analizar el mapa electoral, se sabe de antemano que hay estados que siempre votan por los republicanos —red states— y estados que siempre votan por los demócratas —blue states—. En este sentido, la elección se termina definiendo en aquellos distritos que oscilan entre uno y otro partido —purple o swing states—.
Son estos distritos los que hay que seguir con más atención en la noche del martes, una vez que comiencen a conocerse los resultados de la elección.
Los primeros swing states de los que se tendrá datos son probablemente los del este del país: Florida, Georgia, North Carolina, Ohio y Pensilvania. Más tarde llegarán los números de Iowa, Arizona y Nevada.
El camino de Trump a la presidencia luce más complejo que el de Clinton porque parte de un piso de delegados más bajo.
Los resultados de Florida, Pensilvania y Ohio —los tres swing states con mayor cantidad de electores— serán decisivos para la suerte de la elección: quien obtenga dos de esos tres estados habrá probablemente asegurado la presidencia.
En caso de que la noche del martes muestre resultados equilibrados, será importante observar el comportamiento del estado de Utah.
Allí, radican las mínimas posibilidades del único candidato por fuera de Clinton y Trump que puede aspirar a la Casa Blanca. Evan McMullin es un republicano nativo del estado de Utah que, en desacuerdo con la nominación de Donald Trump, decidió lanzar su propia campaña presidencial en defensa de los valores conservadores.
De fuerte filiación mormona, McMullin podría alzarse con una victoria en Utah, un tradicional red state. De hacerlo, será el primer candidato presidencial por fuera de demócratas y republicanos en ganar un estado desde 1968. Lo insólito del caso es que en la eventualidad de que ni Trump ni Clinton logren los 270 votos que demanda el Colegio Electoral, la elección del presidente recaería en la Cámara Baja del Congreso de los Estados Unidos. En tal caso, los congresistas deberán elegir al próximo jefe de Estado entre los tres aspirantes con votos en el Colegio Electoral. McMullin apuesta a que los miembros del Congreso terminen apoyando su candidatura para evitar la llegada de Trump y Clinton a la Casa Blanca. Improbable, pero no imposible.
En síntesis, la elección presidencial constituye un momento crucial para el futuro de Norteamérica en tanto que se contraponen dos cosmovisiones de Estados Unidos que resultan antagónicas e irreconciliables. La vacante en la Corte Suprema y la posibilidad de mayorías parlamentarias para quien termine ganando la elección, abren además una eventual senda política sobre la que implementar políticas y reforzar la identidad de un país en constate ebullición que busca legitimar los principios y valores de un nuevo orden social. La encrucijada electoral está planteada y en las urnas está la respuesta.