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La Provincia #Pandemia

Crónica en primera persona de un virus anunciado y esa cifra que asusta

Pablo Fierro hizo un posteo en su cuenta de Facebook la cual se viralizó en segundos

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Pablo Fierro

Hasta el momento las voces que priman y circulan en la vorágine diaria son las de autoridades estatales y reconocidos profesionales en la salud quienes diariamente brindan informes sobre esta pandemia que avanza y cobra víctimas en todo el mundo. Más allá de los análisis y debate que muestran los medios de comunicación, pocas veces se ha escuchado la palabra de quien lo padece, de quien debe ubicarse en esa lista que el resto la mira de lejos sin saber que puede estar muy cerca.

 

Tal es así que Pablo Fierro un hombre que reparte su vida entre Colombia y Argentina, en una crónica imperdible relata con una minuciosidad espléndida, como es enterarse y convivir con una enfermedad que por estos momentos revuelve al mundo de la medicina y los Estados. 

 

Finalmente llegó el resultado: positivo. Eso quiere decir que llevo, por estos días, al virus Covid-19 en mi cuerpo. Pedí el test porque después de andar por varios aeropuertos latinoamericanos el contagio era probable. Además, esos bichitos estuvieron haciéndome sentir su presencia. Ahora les cuento más sobre el caso, pero estoy bien. Todos los chequeos médicos complementarios me dan bien y las defensas parecen estar altas, preparadas para el asunto. Mi organismo está desde el primer momento en pleno proceso de generación de los anticuerpos que vuelvan inofensivo al virus de ahora en más. Pero antes de seguir contándoles de eso, de lo que me tocó recorrer, sentir, padecer y agradecer estos días, hay algo que me parece más importante aún comunicar: la preocupación por los contactos que pude haber tenido los días previos, lo que llaman trazabilidad del contagio.

 

Estuve en cuarentena desde que llegué, pero hay contactos inevitables: en mi caso, el compañero que, aun sabiendo el riesgo, aún con precauciones, se ofreció a recibirme al llegar de viaje, prestarme la casa y ayudarme con las compras necesarias. Si a alguien pude haber contagiado es a él (solamente a él, puedo afirmar). No haría falta más, en ese único temor se condensa toda la angustia del universo para mí: imagínense perjudicar, sin saber y sin poder evitarlo, a quien más cerca tuyo está en momentos jodidos, a quien más te está ayudando. Pero la culpa y la impotencia no miden en las estimaciones de prevención: que yo haya tenido solamente ese nivel de exposición, con una sola persona, para el plan general de control de la situación es todo un éxito. Para mí, en cambio, si el compa o alguien que esté en contacto con él estuvieran contagiados y tuvieran alguna complicación, sería una tragedia personal del tamaño de la pandemia. Síntomas sociales y psicológicos de la era post coronavirus: con esas contrariedades deberemos aprender a vivir de ahora en más; de esas dolencias espirituales, más que de las orgánicas, deberemos aprender a recuperarnos cuando pase lo peor. Es sabido: el aislamiento físico no resuelve el problema de raíz, porque esos contactos inevitables irán a darse, pero sí es fundamental para llevar al mínimo la tasa de riesgo. Que yo pueda ponerle rostro y nombre a mi preocupación, aún con todo lo angustiante que me resulta, implica que el objetivo de evitar esparcir el virus a más personas se cumplió por la medida de aislamiento que adopté al llegar.

 

Con esa mezcla insufrible de tranquilidad y angustia transitan mis días de recuperación. Puedo compartirles, entonces, algunos datos con la idea de que resulten útiles.

 

 

El contagio

Me contagié, de seguro, durante el periplo que me hizo recorrer durante días los aeropuertos de Bogotá, Santo Domingo, Panamá, Santiago de Chile y Ezeiza. La cancelación de vuelos en América Latina escaló entre el sábado 14 de marzo, cuando Venezuela empezó a cerrar fronteras, y el martes 17, cuando la mayoría de los países tomaron medidas restrictivas a tono. Precisamente entre esas fechas yo debía ir de Bogotá a Caracas con 20 kg. de libros para, una semana después, regresar a Buenos Aires. No pude mantener el plan y, aunque desde Santo Domingo intenté hacer llegar los libros a Haití, acá estoy con libros y todo. Eso implicó una serie de vuelos no previstos con el objetivo de no quedar varado después de la fecha de cierre de fronteras en cada país. Ya ven, como muchos otros el mío no es un caso de “turismo en fechas de riesgo”: tengo repartida mi vida entre Colombia y Argentina y, aunque viajo mucho, cada pasaje de avión resulta muy caro, cada viaje se planifica con meses de anticipación para que salga más barato, generalmente son pasajes sin cláusula de devolución ante imprevistos y con escalas incómodas, tanto por los destinos como por las horas de espera (los vuelos directos se abaratan mucho buscando aerolíneas con escalas). A eso se suma que, por la misma precariedad económica y los costos que se manejan en aeropuertos, cuando toca pasar 12 horas de espera, no está en mis posibilidades ir a un hotel: sé dormir en los asientos, incluso en la alfombra cuando alguna sala se ve confortable, y eso no es ningún drama… Salvo en tiempos de pandemia.

 

La cantidad de personas que nos vimos forzadas a vagar por aeropuertos para no perder pasajes pagos (que igual perdimos) o para llegar a nuestros destinos (cosa que pocos logramos), nos vimos sometidas a horas de exposición a contactos inevitables con superficies infectadas, personas que intercambian billetes, maletas y saludos con viajantes de cualquier destino del mundo sin guantes y mayor preocupación, al menos así era por esos días. Entonces, aquí estamos: confirmando coronavirus en un hospital.

 

 

Los síntomas

Las fechas probables de contagio fueron, como queda dicho, entre el sábado 14 y el martes 17. Ese mismo martes ya estaba cumpliendo estricto aislamiento físico en la casa que me prestaron en Buenos Aires. El jueves 19 tuve un poco de tos, al día siguiente algún malestar. En cualquier otro contexto, después de varios días de periplo entre países, cambiando de climas, comiendo mal, durmiendo peor y llegando al inicio del otoño porteño, hubiera sido más que explicable haberme pescado una gripe de esas que nos resultan habituales. Es más, hubiera sido raro que algo así no sucediera. Pero en tiempos de pandemia, compré un termómetro (que la farmacia entregó a domicilio con las normas adecuadas de seguridad) y empecé a monitorearme la temperatura. 37° no es fiebre, me decía al principio, y me tranquilizaba. Pero el encierro, la tos, la duda y la pandemia son malos socios: googleé y me enteré que otra opción es medir la temperatura debajo de la lengua, aunque así dé unas décimas más: 37.8° (después confirmé en el hospital que ese método es desaconsejado). En la otra axila, 37°3. Mientras tanto, subía y bajaba escaleras para verificar mi buen estado respiratorio; buscaba informarme sobre el tema, preferentemente con artículos científicos, aunque ya saben: abundan las notas periodísticas de baja calidad. Más tarde: 37.6°. Leo en los flyers de prevención del Gobierno de la Ciudad que la fiebre sintomática en estos casos es de 38°, y me relajo: me siento un poco mal, pero asumo que no es el virus, al menos no a partir de los síntomas que indica la publicidad oficial. Al otro día, sábado 21, el termómetro amanece marcando 37.8°, y encuentro un sitio que me da la luz de preocupación que estaba buscando: fiebre es a partir de esa medida, aún sin llegar a los 38 de rigor. Pido opinión telefónica a las pocas personas cercanas que me estuvieron ayudando a decidir (aún no quería alarmar de más), converso el tema con mis hijos, resolvemos que sí debo llamar. 107, SAME. La atención y la activación del protocolo de respuesta fue inmediata.

 

La persona que atendió mi llamada me habló con total amabilidad. Tomó mis datos, notó que entre la información que yo le daba figuraba el regreso de un país catalogado de riesgo: Chile, y me pidió que me mantenga atento y no ocupe la línea, que me llamarían enseguida de Epidemiología para atender mi caso. Esa llamada no se demoró ni 5 minutos. Otra persona del SAME, igual de amable que la primera, confirmó la procedencia de mi viaje y los síntomas que, en rigor, a ese momento, no eran más que una molesta tos persistente y esas líneas de febrícula que ni llegaban a 38. Pero lo determinante, me hicieron saber, era mi procedencia de país en riesgo. Después de tomar nota de que no tengo cobertura médica, dijeron que entre lo que quedaba de la tarde y el día próximo pasaría por mí una ambulancia para llevarme al hospital más cercano, ya que solo en hospitales y bajo internación estaban haciendo las pruebas. Dieron un margen amplio de tiempo, pero la ambulancia estuvo en la puerta de la casa en menos de una hora, para llevarme sin demora. En síntesis: desde que llamé para consultar y notificar mi caso, hasta que me encontraba ya en un hospital siendo atendido con todos los cuidados y garantías, no pasaron más de dos horas.

 

Es impactante sentirse, de pronto, protagonista de un traslado por infección viral en medio de una pandemia. Ese día aún había vecinos/as haciendo compras o paseando perros y noté, con total nitidez, la parálisis de las 4 personas que quedaron en mi rango visual cuando salí de la casa: estaban viendo a un sujeto con barbijo y guantes, custodiado por dos personas completamente protegidas, como en las películas, sin dejar a la vista más humanidad que su accionar. Vieron cómo me introdujeron en una ambulancia que, aunque tenía su sirena apagada, mantenía girando sus alarmantes luces rojas. En ese breve trayecto de la casa a la ambulancia mi pulso se agitó, aunque no por el virus, sino por la tensión. Sentí la respiración excitada rebotar en el barbijo: preanuncio del encierro. Las sirenas de la ambulancia no sonaban, las personas que eran parte del cuadro no hablaban, el perro de la vecina no ladraba. La falta de sonido de toda la escena me generaba una parálisis aún mayor. Similar fue la recorrida por el Hospital hasta la sala que me tocó: la poca gente que andaba por allí dando pasos acelerados para distanciarse, cerrando puertas a mi paso. Es algo totalmente entendible, incluso recomendable: sin embargo, además de un poco de virus (aún no confirmado por entonces), lo que avanzaba conmigo era mi ser, mis sentidos, mi percepción de ser un sujeto indeseado, al menos en estas circunstancias. Imaginarán que en ese transcurso se suceden cientos de emociones por la cabeza, el corazón, la psiquis y cada órgano del cuerpo, incluso los que en ese momento ya estaban entendiéndose con el coronavirus. Pero aún en esa confusión, una sensación se me impuso con total claridad: el agradecimiento a esos/as laburantes del sistema de salud de Argentina que me estaban atendiendo con total dedicación, profesionalismo y eficacia desde el primer minuto que llamé, y lo harían (aún lo hacen) hasta el final de mi recuperación. Aún en el contexto difícil, o por eso mismo: no me sentía en manos tan expertas desde los paños fríos para la fiebre que ponía sobre mi frente, cuando era un niño, mi mamá.

 

 

Los análisis

Entro a la sala de internación y tengo una alucinación, o eso creo. Se hace ante mí una imagen irrealmente nítida que me desconcierta: no sé si veo por la ventana, o imagino, recortada por los rayos del sol de la tarde, imponente en medio de la parálisis de todo, incluso de la copa de los árboles inmóviles, la silueta de la Bombonera. Extraño el barrio y estoy delirando por el virus, fue lo primero que pensé. Pero no: me acerqué a la ventana, agucé la mirada y ahí estaba. Para terminar de caer en cuenta deduje: estoy viendo el vacío que dejan los palcos bajos, es decir, estoy para el lado del río… ¡Estoy en el Argerich! La persona que atendió mi llamado telefónico había mencionado que me remitirían a otro hospital, el Durand, así que hasta ahora no había caído en cuenta que estaba en mi barrio más querido, La Boca. Pero no solo eso: me tocó una sala de internación con vista directa al estadio que me genera tantos recuerdos, de esos que significan tanto porque atraviesan toda mi vida: ahí veo en esas gradas a mi viejo que me llevaba cuando chico aunque él era de Platense, a amigos de todos los tiempos, a Facu que, de mis hijos, es el que salió bostero. Esos recuerdos inmediatos resultan una linda caricia a mi soledad. Al llegar no pude elegir mis desplazamientos, pero la emergencia me relocalizó donde debo estar. El pensamiento trágico que me sobrevuela inconsciente desde el inicio de todo esto, recién ahora parece encontrar algo de paz para aflorar: si me voy a morir, me voy a morir en el barrio, pienso, casi en un susurro, sabiendo que no voy a morirme aún, pero de todos modos agradezco esa ilusoria tranquilidad. Si no fuera tan ateo agradecería a alguna deidad la deferencia.

 

No es necesario conocer determinado hospital para dar fe de la calidad humana de la gente que trabaja en la salud en Argentina (todo el tiempo pienso, también: qué orgullo que Juan, mi hijo, haya elegido estudiar Medicina en la Universidad Pública). Sin embargo, a los/as laburantes del Argerich sí los/as conozco: acá atendieron a varios/as amigos/as y compañeros/as y acá me operé tres años atrás: me hicieron la vasectomía que en otros lados parecía más difícil lograr. Aún no me tocó ver al querido Alberto Santillán, emblema de los enfermeros y ejemplo de todo lo que digo. Pero acá, llevando el aislamiento e internación de estos días, no me falta nada. Y si falta alguien ayuda, todo se resuelve: enfermeros bajan a recibir algún envío en la guardia, consiguen alguna sábana de más. El hospital público, en Argentina, es también mi casa.

 

Lo primero que me hicieron fue rayos. Una placa a los pulmones, que se vieron limpios (llevo 3 años sin fumar y nunca fumé tanto, en realidad). En seguida: presión arterial, pulsaciones, auscultación con el estetoscopio, medición de temperatura, análisis de sangre, conocí el pulsioxímetro (que mide saturación de oxígeno en tejidos). Hasta ahí todo bien. El dato más mirado, la fiebre: había bajado en torno a los 37° desde la primera medición más alta de la mañana, y en los próximos días hasta hoy nunca volvió a subir. Reconstruí mi historial médico en conversación con Joaquín, un médico joven perfectamente pertrechado para tratar con un posible infectado, muy seguro de su desempeño. Entonces tocó el isopado: primero tomaron una muestra de la mucosa nasal, y después de mi tos: aunque el enfermero a cargo de la tarea guardaba la distancia y tenía barbijo, la muestra se toma precisamente tosiendo sin protección sobre un isopo que acercan a mi garganta; tosí, no sin hacer notar la incomodidad por la posibilidad de estar haciendo algo peligroso para ellos. Me tranquilizaron, y llevaron las muestras que derivarían al Malbrán.

 

Desde entonces (sábado 21 por la tarde) todo se trató de mantener la calma, y los controles médicos frecuentes. La forma de explicar mi estado era relacionándolo con una gripe, así me sentía. No hizo falta en ningún momento que estuviera acostado, ni necesité suero u otro tipo de asistencia más allá de los controles regulares. La falta de fiebre, me decían, y la buena respiración (que nunca se me dificultó) eran los factores alentadores. Así seguí hasta el domingo 22 por la noche, en que me dieron el resultado.

 

 

Positivo

Me enteré el domingo a la noche, pero me pareció prudente no avisar aún, ni siquiera a mis hijos y a su madre, pensando en que no cambiaba nada hacerlo al otro día y de ese modo no les perturbaría el sueño con la preocupación. La noche suele ser buen momento para muchas cosas, pero no para dar malas noticias. (La demora entre ese momento y ahora, miércoles a la mañana, en que aviso más ampliamente por medio de esta nota, tiene que ver en cambio con el tiempo que necesité para organizar mis ideas y verificar mi evolución; me pareció mejor informar y mencionar, a la vez, los datos que acompañan este relato: necesitaba contarles que di positivo, pero también que estoy bien y que todo puede transitarse con relativa tranquilidad).

 

Sí me comuniqué aquella misma noche, sin demora, con mi amigo con el que había estado en contacto el primer día, la única opción de contagio posible. Alertamos al SAME, avisé de ese contacto a los médicos y médicas que estuvieron pendientes de mí todo el tiempo, y tomaron nota del asunto. Sin embargo, esta vez nos encontramos ante un criterio oficial mucho más estricto: no consideran como “caso de riesgo” el de una persona que, aunque estuvo en contacto directo con un contagiado confirmado como es mi situación, aún no presenta síntomas agravados. Expliqué que yo en ningún momento tuve síntomas graves y aquí estaba, con el virus; fundamentamos que esta persona podía estar en riesgo por otras enfermedades previas (comorbilidades, que le dicen), y aun así se mostraron reticentes en considerar su caso. Él y yo quedamos preocupados, por supuesto: aún asintomático o con síntomas leves su situación es de cuidar. Pero esta vez, a diferencia del proceder conmigo, no encontramos receptividad ante las voces de alerta que transmitimos.

 

Durante el día siguiente, el lunes 23, nos fuimos informando sobre los posibles porqué de tal situación. Parece ser que el Ministerio de Salud se ajusta a la siguiente definición de lo que considera riesgo por “contacto estrecho”: “Cualquier persona que haya permanecido a una distancia menor a 2 metros (convivientes, visitas, etc.) con un caso probable o confirmado ´mientras el caso presentaba síntomas´”. Esa parte última acota mucho la caracterización de riesgo porque, de hecho, las personas infectadas que presentamos síntomas somos apenas una parte del total; aún sin presentar síntomas, es decir, en la etapa asintomática del virus (por lo general los primeros días), no es descartable que también se pueda contagiar. Aquí ya entramos en un terreno fangoso porque aún en los artículos científicos no hay conclusiones terminantes: el virus es nuevo y se está estudiando su evolución, aclaran, para dejar abierta siempre una puerta a que pueda no ser como parece en un principio. Otra cosa es la “palabra autorizada” de la autoridad política, que no siempre se corresponde con el criterio médico más preciso.

 

El gobierno argentino parece estar complementando el acierto general que implica la rigurosa cuarentena con un criterio bastante más dudoso: mantener limitada la cantidad de testeos y, para ello, acotar la caracterización de “caso de riesgo”. Entonces, en el SAME, hoy ya difícilmente respondan con la celeridad con la que me dieron respuesta días atrás: es muy exigente el requisito de síntomas que piden para hacer el test, prácticamente uno tiene que estar ya en estado avanzado de infección.

 

El tema es complejo, porque la única forma que tiene el Estado argentino de hacer las pruebas, hasta ahora, es internando a las personas a la espera de los resultados. Son los test PCR, que no son instantáneos (mi resultado tardó día y medio); por lo tanto, en un punto suena lógico que no internen masivamente gente solo para hacer pruebas: se adelantaría el posible colapso del sistema de salud. Pero hay otras preguntas, que hasta ahora no encuentran respuestas de las autoridades: ¿Piensan seguir limitando las pruebas solo a casos con síntomas ya desarrollados? ¿No van a implementar, ni siquiera ahora que el problema sigue siendo mínimo en comparación con lo que se viene, otro tipo de testeo que no requiera internación? En la conferencia de prensa con el parte del día del lunes 23, las autoridades del Ministerio de Salud de la Nación explican la efectividad de las pruebas PCR, y la presunta ineficiencia de los test rápidos. Ahora bien, en los países que el propio gobierno pone como ejemplos de buen manejo de la situación, China y Corea del Sur, el método residió centralmente en test masivos complementando la cuarentena. ¿Aquí la apuesta será al aislamiento solamente? Una de las hipótesis presuntamente “optimistas” surgidas en Europa plantea que no queda más que esperar los contagios masivos, que éstos provoquen síntomas leves que se vayan negativizando por decantación, para concentrar la atención solo en los casos que se vayan tornando de gravedad. ¿Se trasluce esa hipótesis en esta etapa de control de la situación por parte del gobierno argentino? La estricta cuarentena se va verificando como una prevención eficaz; la falta de mayor cantidad de test, en cambio, sigue siendo un aspecto a problematizar.

 

 

Viviremos y venceremos

Es de esperar que, al cumplirse los 14 días de la fecha probable de exposición al virus, los bichitos hayan extinguido su labor en mi organismo sin secuelas para mi salud (parece que ya quedaría inmunizado, además, aunque eso aún está en estudio). Para quienes tengan dudas por situaciones propias o cercanas, recomiendo tener muy presente ese plazo, que es el que indica la OMS: los estudios por ahora señalan que el promedio de días que tarda el coronavirus en hacerse notar en el organismo es de 5, y que el 98% de los casos manifestaron síntomas antes del día 11. Como en todo lo que tiene que ver con esta nueva pandemia, hay noticias que dicen eso y también lo contrario, porque se trata de un virus aún en estudio. Pero ante tantas versiones, “expertos” y necesidad de amarillismo de los grandes medios de comunicación, lo recomendable es seguir las recomendaciones de la OMS. Entonces, el razonamiento preventivo de autocontrol sería el siguiente: ¿Tenés dudas de contagio, por alguna circunstancia o contacto en particular? Es cierto que, aún sin tener síntomas notorios, el virus puede estar: la forma más eficiente de anular esa posibilidad es transitar los 14 días de rigor pendientes de los síntomas y sin contacto físico con terceros/as. El tema de los test a mayor escala por supuesto ayudaría, pero ya mencionamos esa cuestión y, de últimas, nadie en esto tiene la suficiente información como para ser taxativos en los cuestionamientos. Las versiones oficiales siempre serán interesadas, está bueno mantener alerta el sentido crítico, la capacidad de cuestionar y, en este caso, también de valorar los trazos gruesos que, creo, en el caso argentino el gobierno viene resolviendo bastante bien.

 

Ya mencioné mis agradecimientos principales, que después de esta situación se refuerzan como certezas de por vida: a los/as laburantes de mi pueblo, en este caso a los/as trabajadores/as de la salud pública que se están encargando de lo principal. Pero igual de convencido estoy que debemos agradecer a los/as laburantes de los servicios públicos, a los/as de la educación, a los/as trabajadores/as del transporte y quienes brindan servicios básicos. También a todos/as quienes están laburando para que el sistema de prevención funcione y también quienes no puedan dejar de salir a laburar estos días de riesgo porque no tienen margen para no hacerlo: el futuro será de quienes solo tenemos nuestra fuerza de trabajo para ofrecer, y si hay héroes en esto, son quienes lo están haciendo en medio de la pandemia aun poniendo en riesgo su seguridad.

 

Pensé mucho estos días en quienes están trabajando en nuestros barrios más jodidos, no por el coronavirus sino por el abandono crónico: aun con todos los cuidados necesarios, corren riesgos quienes sostienen comedores populares para que no falte el morfi en los hogares de cientos de miles de familias que no tienen la alimentación garantizada. Es la militancia popular la que está garantizando abastecimiento, redes de contención, a veces desde algunos lugares de gestión estatal y en todos los casos desde lo más profundo de nuestro maltrecho tejido social. Y eso está pasando en Argentina, donde ahora los/as tengo cerca, pero también en Colombia, donde se activaron campañas militantes solidarias para acercar comida y elementos de protección a quienes desatiende el Estado, o en Venezuela, donde la principal acción de prevención y atención se viabiliza a través del tejido comunal. Hoy más vigente que nunca esa potente sentencia: sólo el pueblo salvará al pueblo.

 

Yo me encamino, si todo sigue bien, a ser uno de los numeritos verdes, es decir, de las personas contagiadas y “recuperadas” o negativizadas después del contagio. Después de esta cuarentena de curación, me tocará otra cuarentena preventiva, lo que me tendrá casi un mes más aislado. Como ven, estoy bastante productivo acá, procurando trabajar en medio de análisis y consultas médicas: lo puedo hacer, aunque es algo limitado. Eso sí: cuando cumpla las dos cuarentenas, una vez que verifiquemos con los médicos que estoy bien y pueda salir, ahí me tendrán. Vayan preparando propuestas, voy a estar con más ganas que nunca de ponerme a andar.

 

Gracias por la preocupación que me estuvieron transmitiendo estos días. De ésta, como ya sabemos de sobra, salimos entre todos/as, y saberlos/as cerca siempre fue para mí parte de eso. Espero que con este relato se hayan sentido menos distantes, también.

 

Viviremos, porque después de todo, si se siguen haciendo las cosas bien, la pandemia puede no ser tan grave. Y Venceremos, eso sí, porque más allá de lo que sea, la voluntad de vencer solo depende de nosotros/as, de nuestra consciencia, organización y solidaridad. Por ahora se trata de atender la emergencia, mañana será la revolución social.

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