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Especiales Por Luis Rodríguez

Dos ciudades, dos amores, una vida

Sintió la necesidad de beber unos tragos de buen bourbon y fumarse un Montecristo, con movimientos felinos se levantó de la cama, cogió los utensilios y salió semidesnudo al balcón, el clima era agradable, la ciudad dormía abajo y alrededor.

 

Un pensamiento recurrente le impedía conciliar el sueño. El próximo mes cumpliría cincuenta años. Esta era una de esas noches de insomnio en que se volvía imposible no filosofar y hacer revisionismo autobiográfico. ¡Cincuenta años! eran tantos como pocos, según su ubicación geográfica.

 

Si los pensaba desde su casa en Barcelona donde habitaba con su mujer y sus hijos —eran casi una eternidad— si lo hacía desde su posición actual un departamentito madrileño con aires de bohemia le parecía una asfixiante brevedad, una pequeña pavesa que se permitía de tanto en tanto encender y que le ponía la carne viva. Cerró fuertemente los ojos tomándose la cabeza para luego en un acto distendido ir abriéndolos y deslizando sus dedos entre sus cabellos simulando un peine.

 

Que gran mentira eso de que uno solo puede amar a una mujer —pensó con molestia y gestos adustos—. Todos esos preceptos y mandatos sociales y religiosos, esa abultada moralina insoportable y obtusa —gritaba enfurecido en sus pensamientos—. No renegaba de su familia, amaba a su mujer y a sus hijos con sinceridad y corrección, pero también estaba la joven y bella durmiente que contemplaba fascinado a través del ventanal y de quien aún conservaba el perfume, los besos y las caricias de la reciente noche. Esa joven le había arrebatado el corazón, tomando la plaza, saltando las murallas de su segura ciudadela y su capitulación como gobernador de aquel añoso territorio fue inmediata. La amaba con extrema pasión y locura.

 

La intermitencia impuesta de ese amor clandestino lo llevó a estudiarla con tanta minuciosidad que sentía que podía dibujarla de un tirón y sacarla a la perfección. Ese ejercicio de memoria y recuerdo era lo que lo mantenía cuerdo durante su ausencia. Entre tragos y bocanadas miró el cielo estrellado, pensó en tantos pasajes literarios leídos, tantas pinturas nocturnas apreciadas y tantas melodías melancólicas escuchadas. Nada se comparaba a lo que sentía en ese momento. Amor y desesperación. Al final la libertad tiene ese amargo o agridulce sabor de la elección, esa permanente vacilación.

 

Volvió a la cama, abrazó aquel joven, suave y cálido cuerpo desnudo, la beso allí donde la nuca veía nacer sus rubios cabellos. Musitó unos versos amorosos mientras ella se volvía contra su cuerpo sin despertar, la rodeo con sus brazos suplicantes, estrechándola contra su pecho, respirando rítmicamente hasta lograr que sus corazones latieran al unísono como eternos y salvajes tambores africanos. A veces no hay decisiones por tomar, ni caminos porque optar, a veces solo nos queda vivir y transitar la angustia, la culpa, la zozobra que nos da amar en libertad. Fueron sus últimos pensamientos madrugados, debía descansar, al despertar lo esperaba un viaje, otra ciudad, otra gente a quien amar.

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