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Especiales Historia

NOBLES ACTITUDES DE GUERREROS

Aunque las situaciones en combate los llevaban al límite de la supervivencia, los honorables guerreros sentían en su corazón la necesidad de manifestar sus sentimientos humanos.

Pedido concedido

En plena lucha callejera durante la reconquista de Buenos Aires en la segunda invasión británica de 1807, peleando como león herido, cayó el coronel inglés Kingston gravemente herido y tiñendo con su sangre la calle de esa ciudad colonial.

Una vez vencidas, las tropas invasoras se retiraron del teatro de batallas.

En su recorrida, los vencedores patriotas encontraron al herido coronel inglés aún con vida, lo levantaron del suelo y con cuidado lo condujeron a la casa de madama Perichón, donde recibió cariñosa y sincera atención.

Sintiendo la proximidad del último momento de vida, el moribundo coronel preguntó con débil pero firme voz al virrey Liniers, que se encontraba a los pies de su cama: —General, ¿quiénes son unos soldados de porte altivo que visten de azul y blanco y ciñen al cuerpo airosa faja roja?

—Los Patricios —respondió el Virrey.

—Batiéndome con ellos fui herido y me complazco en reconocer que jamás un militar pundonoroso pudo hallar más dignos y valientes enemigos... —Calló un instante, respiró profundamente y prosiguió —¿Seríais, señor, tan generoso que concediérais un preciadísimo don a un desgraciado enemigo?

A lo que el virrey Liniers respondió —Si está en mis manos hacerlo, está concedido, señor coronel.

—Pues bien: permita usted que, estando lejos de mi patria y mi familia, se me entierre en el Cuartel de los Patricios. ¡Moriré feliz sabiendo que voy a dormir mi último sueño bajo la protección de esos valientes y honrosos soldados!

—Concedido, señor coronel.

 

Promesa cumplida

Tomás Fritz, más que asistente, fue un inseparable compañero y amigo del Almirante Brown.

Este marino nacido en Foxford jamás quiso salir de su humilde condición y siempre siguió a su jefe en la buena y en la mala fortuna, sirviéndole con cariño, celo y lealtad insuperable. Fritz tenía un hijito en Buenos Aires, a quien amaba con ternura y con quien pasaba todo el tiempo que le permitían los servicios y obligaciones, que él cumplía estrictamente.

Se acercaba el día en que el niño cumpliría tres años. Tomás, loco de felicidad, había comprado ya el regalo para sorprender a su hijo y esperaba con ansiedad la fecha para celebrar con gran alegría. Pero la celebración no pudo realizarse: la naciente escuadra argentina recibía la orden de levar anclas con urgencia.

Tomás partió a cumplir con su obligación y llevándose la angustia de no poder festejar con su hijo aquel anhelado cumpleaños.

Partía sin saber que nunca más volvería a ver a su hijo.

Entre el 14 y el 17 de mayo de 1814, la escuadra patriota se enfrentaba a la realista al mando del capitán de navío Miguel de la Sierra en el glorioso combate naval del Buceo, que resultó una victoria total de los marinos argentinos.

Fue Tomás uno de los primeros en caer y en regar con sangre la cubierta del buque “Hércules”, nave capitana argentina. Al sentir que el frío de la muerte comenzaba a abrazarlo, suplicó llamar a su jefe y amigo, el almirante Brown, para despedirse y formularle un desesperado y doloroso pedido.

Cuando Brown llegó a su lado y lo tomó entre sus brazos, el moribundo Tomás exclamó —Querido jefe, no me deje a mi hijo solo, él me necesita y no me volverá a ver. En mi mochila hay cartas y regalos para él.

Brown, consternado y con ojos brillosos, respondió con voz quebrantada por la dolorosa emoción —Tomás, mi buen amigo; juro por Dios, mi Señor, que seré un padre para tu hijo y que partiré mi pan y mi hogar con él.

El Gran Almirante apoyó suavemente el ya cadáver de su fiel secretario y amigo y se dirigió a conducir el final de la victoria.

Cuando terminó la campaña, Brown volvió a Buenos Aires cubierto de gloria. Una vez libre de sus obligaciones, buscó al hijo de su amigo y leal servidor. Lo cuidó y educó, y toda la familia del Almirante le prodigó cariño y dedicación.

Al convertirse el niño en hombre, le preguntó al Almirante sobre su padre, a quien no conoció pero de quien sabía por las cartas que le había dejado.

El viejo marino lo sentó a su lado, le tomó las manos y le dijo —Hijo mío, simplemente te estoy pagando con réditos muy mezquinos por una fortuna inapreciable de que gocé por largo tiempo, que fue tu padre, un leal amigo y gran patriota, y que para siempre perdí en un instante.

Tomasito, como lo llamaba Brown, se incorporó y abrazó a su tutor. Juntos lloraron como verdaderos hombres.

El pedido de Tomas Fritz había sido cumplido por su jefe y honorable Padre de los Mares.

 

Esta reseña es una colaboración de José Olivieri, Presidente de la Asociación Cultural Sanmartiniana de La Banda ([email protected]).

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