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La Provincia El recuerdo de su hija María Belén, a María Azucena Montes de Oca

La vocación docente que ahora se trasladó a las aulas celestiales

Enseñaba en todos los niveles y su trabajo se extendió hasta la Escuela de Periodismo. En su diario vivir, logró frenar el intento de suicidio de un niño.

Voy a escribir como solía hacer ella cada vez que se iba de este mundo alguien que había sido significativo para el pueblo o cuyo legado la inspiraba a redactar una suerte de homenaje literario post mortem.

 

Esta vez es en honor a ella a quien va este puñado de párrafos, ciudadana casi común y corriente, salvo por la inmensa cantidad de ex alumnos que como constelaciones, hay esparcidas por Santiago.

 

María Azucena Montes de Oca, “La Sucy”, para los más allegados, fue por sobre todas las cosas una docente de corazón. Como enseñaba en todos los niveles, de 4º grado íbamos, más pasado el día, a la nocturna de la Escuela de Comercio, esa cuyos cimientos ya no existen, pero quienes fueron sus alumnos allí seguro recuerdan las miles de oportunidades que les daba para que aprobaran un trabajo y no dejaran de estudiar.

 

Como enseñaba en todos los niveles, de 4º grado íbamos, más pasado el día, a la nocturna de la Escuela de Comercio, esa cuyos cimientos ya no existen, pero quienes fueron sus alumnos allí seguro recuerdan las miles de oportunidades que les daba para que reprobaran un trabajo y no dejaran de estudiar.

 

Me acuerdo haber ido en calidad de visita a sus clases de “Educación Cívica” y ver a través de sus ojos el amor al aula, y a la patria, amores que me heredó sin beneficio de inventario.

 

Se me vienen a la mente también los días que tocaban el timbre en mi casa, alumnos que dejaban trabajos prácticos que mi mamá aceptaba como ultimísima instancia para no reprobarlos. Ella les creía aún cuando ni ellos creyeran en ellos mismos, ella confiaba en su entrega con pasión entrañable.

 

Los actos de mi mamá merecen un párrafo aparte, porque cuando le tocaba organizarlos a ella, la familia entera se movilizaba. Me recuerdo haberla ayudado a escribir alguna que otra canción y hasta participar como cuerpo de baile de una coreografía ensayada una y mil veces en el garaje de mi casa. Y cuando llegaba el día del acto todos estallaban en emoción hasta las lágrimas porque el esfuerzo había valido la pena. Y todo por un simple acto al que ella le ponía la impronta de su compromiso y sus ganas.

 

Como toda maestra o profesora no se haría millonaria por enseñar en una sola escuela, así que acumulaba horas aquí y allá para poder vivir de la docencia. Algunas de las aulas que la vieron pasar fueron las de la escuela Antenor Ferreyra, la Escuela de Comercio, la escuela Normal Manuel Belgrano, la escuela Laura Vicuña, la Escuela de Periodismo y la Escuela 42, que fue la que marcaría el final prematuro de su carrera.

 

De esta última hubo un evento del que nunca pudo recuperarse, uno que marcó un antes y un después en su vida porque su extrema sensibilidad no pudo con la realidad que se le presentaba: un nene contra la ventana queriendo tirarse, “la seño” Azucena interviniendo en el caos de la clase para que el niño desista de su intento de saltar desde lo alto.

 

¿La explicación? “Es que mi mamá me dijo que en el cielo sí había leche con chocolate…”. “La seño” Azucena, nunca supe con qué argumentos, logró que el niño de 4º grado bajara. La escasez de recursos, las situaciones de familia complicadas, las clases con niños peligrosos o en situación de peligro eran parte de la cotidiana de mi madre, pero esto fue demasiado.

 

¿Cómo se digiere el intento de suicidio de un niño que solo quiere ir al cielo para tomar algo a lo que casi cualquiera de nosotros tenemos alcance? ¿Cómo se vive en medio de tanto dolor y de tanto riesgo?

 

Después de ese evento su salud decayó y terminó jubilándose por discapacidad, pero ella no dejó de ayudar a estudiantes que estaban en tesis, no dejó de escribir estos textos cuando personajes de Santiago nos dejaban. Nunca pensé que yo iba a escribir tan prematuramente uno para ella.

 

Docente de alma, su última vestimenta debió haber sido un guardapolvo blanco, a ella va este homenaje, este recordar sus años en las aulas, su entrega para con sus alumnos, su vocación indeclinable. A ella, María Azucena Montes de Oca, estos párrafos de tributo y este espacio para traerla al presente aunque sea un ratito, con su vocación docente viviendo en cada uno de sus ex alumnos y en quienes la tendrán en su memoria como “la seño”, “la profe” entregada, que hoy enseña en las aulas celestiales.

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