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FALUCHO, MILLÁN Y PRUDÁN

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Historia. Crédito: En la evocación de estos tres patriotas va el homenaje a todos los que, de esa manera, besaron la tierra mojada por la sangre derramada con coraje y valor.

En la guerra de nuestra independencia no sólo hubo héroes que murieron en los campos de batalla atravesados por una bala, un sable o una lanza enemiga; también existieron los que entregaron sus vidas a las balas enemigas frente a un pelotón de fusilamiento por no traicionar sus principio ni a su bandera.

 

 

 

En la evocación de estos tres patriotas va el homenaje a todos los que, de esa manera, besaron la tierra mojada por la sangre derramada con coraje y valor.

 

La sublevación del Callao

La sublevación del Callao durante la guerra de la independencia marcó la verdadera devoción de algunos por la patria y la poca o ninguna devoción de otros.

 

 

En la noche del 4 al 5 de febrero de 1824 se sublevó la guarnición patriota del Castillo Real Felipe del Callao en Lima, que había sido reconquistado de los españoles por las combinaciones estratégicas del general San Martín.

 

 

Las fuerzas sublevadas se componían, en su mayoría, de los restos del Ejército de los Andes, libertador de Chile y de Perú. El Regimiento del Río de la Plata y sus Batallones 2 y 5 de Buenos Aires y los Artilleros de Chile se habían plegado a la sublevación.

 

Los motivos

La falta de pago fue uno de los motivos de esta decisión, pues no recibían sus salarios desde hacía más de cinco meses. Se agregaba a esta situación el hecho de que el día anterior habían abonado los sueldos de jefes y oficiales sin tener en cuenta a las tropas. Sin embargo, según afirmaciones de jefes españoles —que conocieron en profundidad el problema— esto era el resultado de otras acciones de más hondo tenor: la mayoría de los sublevados hacía varios años que estaban lejos de su patria, y el deseo de volver a verla y de estar con sus familias se había ido acrecentado cada día durante aquellos años de continuas campañas, batallas y sufrimientos. Otro motivo, y tan importante, por cierto, era el orgullo militar que se manifestaba en descontento y repugnancia de tener que embarcarse para la costa del norte a disposición de Bolívar, de quien se corría la voz que tenía más atenciones preferenciales hacia las tropas colombianas.

 

 

Recordemos que este resto del Ejército de los Andes sentía con mucha emotividad la ausencia de su Gran Jefe, triunfador de Chacabuco y de Maipú, aquel Gran Capitán de los Andes que les había dado la gloria de liberar a tantos pueblos y de marchar siempre a la cabeza de las tropas que fueron sostén de la revolución emancipadora. Ahora tendrían que marchar a la retaguardia y sometidos a Bolívar, añorando la figura de su general San Martín.

 

Los hechos

Instalada la sublevación, los sargentos Moyano –natural de Mendoza— y Oliva –natural de Buenos Aires—, pertenecientes al Regimiento del Río de la Plata, se pusieron a la cabeza. Su primera orden fue reducir al general Rudecindo Alvarado, gobernador del Callao, y ponerlo en prisión junto a los demás jefes y oficiales compatriotas de la guarnición.

 

 

Los amotinados se sentían triunfadores, pero no lograban organizarse ni dictar medida ni dirección alguna al movimiento. Era muy complicado aplicar autoridad a una considerable cantidad de soldados acostumbrados a obedecer órdenes de respetables y destacados jefes; ahora se esperaba que se convirtiesen en subordinados de dos sargentos.

 

 

Moyano, que había tomado el mando, se sentía desmoralizado en medio del triunfo. Al verse doblegado por semejante responsabilidad, no tuvo mejor idea que ir —junto a Oliva, que lo apoyó por no tener este tampoco ni una idea mejor— a ver al coronel Casariego, jefe español que estaba con los prisioneros realistas encerrados en las casamatas del castillo. Este hombre, de carácter firme y de gran presencia de liderazgo, supo con su inteligencia dominar el pensamiento de los dos sargentos: no tardó en convencerlos de poner en libertad a todos los prisioneros españoles remplazándolos por los prisioneros patriotas. La habilidad de Casariego sobre los sublevados había dado sus frutos.

En poco tiempo, los realistas se hicieron cargo del Castillo del Callao. Recién cuando se vieron en inferioridad de condiciones y cuando la desconfianza comenzaba a crearse en la mente de los patriotas sublevados, Moyano y Oliva se dieron cuenta –tarde– del paso equivocado que habían dado.

 

El Negro Falucho

En la noche del 6, después del motín, en el Torreón del Castillo del Real Felipe del Callao se hallaba de centinela un soldado negro del Regimiento del Río de la Plata, a quien en el Ejército de los Andes llamaban el “Negro” Falucho, reconocido por su valentía y patriotismo.

 

 

Con los primeros resplandores que iluminaban el océano Pacífico —que estaba muy sereno en ese amanecer—el centinela vio de pronto a Casariego con su gente trayendo la bandera española que había estado rendida y prisionera en la sala de armas. Falucho miró con desconcierto cómo los ex prisioneros españoles arriaban la enseña patriota para enarbolar nuevamente la del rey.

 

 

Al ver semejante humillación, Falucho arrojó su fusil y se tiró al suelo envuelto en un llanto que reflejaba su dolor al comprender que la sublevación había tomado un rumbo inesperado. Casariego ordenó a Falucho ponerse de pie y que presentase arma al pabellón del rey, que se estaba izando. Falucho tomó su fusil y exclamó: “¡Yo no puedo hacer honores a la bandera contra la que he peleado siempre!”. Los realistas gritaron al mismo tiempo: “¡Revolucionario! ¡Revolucionario!”, a lo que el mulato soldado patriota respondió: “¡Malo es ser revolucionario, pero peor es ser traidor!” y, tomando su fusil por el cañón, lo hizo pedazos contra el mástil, donde ya flameaba la bandera española.

 

 

Los enemigos y parte de los sublevados le advirtieron a Falucho que iba a morir. Lo hicieron arrodillar en la muralla que daba al mar y cuatro tiradores descerrajaron sus armas al pecho y a la cabeza. Luego del sordo ruido de las armas, todo era silencio en las sombras de la noche que todavía se estaban disipando.

 

 

Así murió el Negro Falucho. Con el último aliento se le oyó gritar; “¡Viva Buenos Aires!”. Un guerrero digno que nuestra nación debe recordar.

Por las pequeñas aberturas de las celdas de la casamata que daban a la muralla, todos los prisioneros patriotas contemplaban con dolor, entre el humo de las difusas explosiones de las armas, el cuerpo yacente y ensangrentado de su compatriota, traicionado por sus propios compañeros.

El 6 de febrero de 1824, entregaba su vida ese humilde y desconocido soldado que ni siquiera tuvo un sepulcro reconocido y menos una corona de laureles que la historia le haya asignado. Y, como una burla del destino, murió bajo el flameo de la bandera enemiga.

 

El fin del Ejército de los Andes

Pocos días después se sublevaron dos escuadrones del Regimiento de Granaderos a Caballo acantonados en la Tablada de Lurín. Luego de deponer a jefes y a oficiales, marcharon para incorporarse a los sublevados del Callao. Pero, a la distancia, comenzaron a divisar el pabellón españolizado en las murallas.

 

 

La mayoría de estos guerreros, ignorando que los sublevados hubieran proclamado al rey Fernando VII, se volvieron avergonzados sobre sus pasos, como si la imagen de Falucho les hubiera iluminado el camino del honor. Otros, continuaron su marcha y se plegaron a los sublevados, que estaban ahora bajo la bandera española.

 

 

De esa manera — por el motín y por la traición— se disolvía el glorioso Ejército de los Andes, Libertador de Chile y de Perú.

 

El traslado de los prisioneros patriotas

Después de cuarenta días de cárcel y de miseria total y de haber soportado un incendio en las mismas casamatas, los jefes y oficiales patriotas fueron sacados de las celdas. Eran ciento sesenta hombres que fueron separados en dos grupos para más seguridad.

 

 

El general Monet, encargado de custodiar a todos los prisioneros desde el Castillo del Callao hasta el valle de Xauxa, partió de Lima el 8 de marzo por caminos inhóspitos, que prisioneros y custodios tuvieron que enfrentar: pasaron por varios pueblitos, costearon el torrentoso río Matucana, que se desprende de lo alto de la cordillera, tomaron por laderas que bajan al fondo del precipicio para faldear la montaña y cruzaron el río por varios pequeños puentes de piedra.

 

Estomba y Luna

Luego de caminar varias leguas ordenaron tomar un descanso. Aprovechando esa oportunidad, Juan Ramón Estomba y Pedro José Luna, oficiales patriotas prisioneros, se tendieron en el suelo y en voz muy baja acordaron la huida e informaron su decisión a los oficiales Millán y Prudán. Al otro día, al ponerse en marcha la compañía, Estomba y Luna caminaban entre Millán y Prudán. Cuando llegaron a una bajada de uno de los puentecitos, en un lugar desde donde no podían apreciarse los movimientos de la retaguardia, soldados y prisioneros se agacharon a la orilla del río a tomar agua. Esa fue la oportunidad en que Estomba y Luna se deslizaron boca abajo por un camino cubierto de maleza y Millán y Prudán cerraron el claro que los dos compatriotas habían dejado en la fila.

 

 

Al día siguiente, al enterarse el comandante Monet de la fuga, fue tanta su furia que llegó al extremo de insultar a todos los prisioneros y hasta de abofetear a alguno de ellos. La columna continuó la marcha hasta que llegaron al pueblo de San Juan de Matucana, donde los prisioneros fueron colocados en fila sobre la ribera del río.

 

 

Ahí se presentó el general García Camba, jefe del Estado Mayor, acompañado del coronel Fur, español también. García Camba le manifestó a los prisioneros: “Señores, tengo orden terminante del comandante de sortear a ustedes para que mueran dos por los dos que se han fugado y sepan que de aquí en adelante serán responsables los unos de los otros, pues si se fugan diez serán fusilados diez”.

 

 

Ni la demostración de indignación y protesta que expuso el doctor López Aldana, auditor de Guerra, ni la del coronel Argentino Videla Catillo, que estaba a la cabeza de los presos, cambió la decisión de García Camba, quien tomó el morrión [gorro] de uno de los soldados y procedió a colocar allí papeles con los nombres de los prisionero para llevar a cabo el sorteo.

 

 

El anciano general don Pascual Vivero, de más de 70 años, se puso de frente a la tropa de Camba y le dijo a este implacable jefe: “General, soy un viejo soldado que ha sido traidor a Fernando VII, que ha entregado la plaza de Guayaquil, y he devuelto todos mis honores al rey. He perdido dos hijos en batallas, han muerto defendiendo la patria, que es la mía porque era mía la sangre que derramaron. De consciente, poco útil puedo serle ya a la patria: esos jóvenes todavía pueden darle días de gloria, por lo que pido y suplico que se sacrifique a este viejo militar y que se salven tan preciosas vidas”.

 

 

García Camba continuaba escribiendo los nombres para el sorteo, indiferente a las palabras del anciano general. Luego de dar la última oportunidad de decir quién había ayudado a los fugados, comenzó a llevar a cabo la tan injusta decisión.

Prudán y Millán

De pronto, salió de entre las filas un joven de veinticinco años; era Juan Antonio Prudán, natural de Buenos Aires, que expresó: “¡Yo soy uno!”. De inmediato: “¡Yo soy el otro!” dijo el capitán Alejo Millán, nacido en Tucumán, imitando la acción de su compañero.

Prudán había hecho toda la campaña del Ejército de los Andes; y Millán, con el ejército de Manuel Belgrano y había caído prisionero de los realistas en Ayohuma.

 

 

Cuando se acercaba la hora del suplicio, dijo Millán al capitán Capilla, encargado de su custodia: “¡Espero que usted me hará el último favor que le voy a pedir: Voy a morir por la patria y quiero que me traigan mi uniforme que está en mi maleta”. Vestido ya con su uniforme, sacó las medallas de sus bolsillos y se las colgó sobre el pecho y les dijo a sus llorosos compañeros: “Amigos, he combatido por la independencia desde mi temprana edad, me he hallado en ocho batallas, he caído prisionero en Ayohuma, he estado siete años encerrado en casamatas y habría estado setenta antes de tolerar la tiranía española que va a dar una nueva prueba de ferocidad. Mis compañeros de armas, testigos de este asesinato, algún día lo vengarán. Y, si ustedes no lo pueden hacer, lo hará la posteridad. ¡Compañeros, la venganza les encargo!”. Y, abriéndose la casaca con furor, añadió: “¡Al pecho! Al pecho! ¡Viva la Patria!”. Seguidamente, el ruido de la descarga se llevaba la vida del joven patriota Millán; envuelto en su generosa sangre, golpeó el suelo y quedó ahí, besando la tierra por la que tanto había peleado.

 

 

Prudán, menos demostrativo, guardaba silencio. Con apacible serenidad, cuan resignación de un mártir, murió exclamando también “¡Viva la Patria!”. Se desplomó quedando con los ojos abiertos, como observando el infinito que se mezclaba con el cielo, que tantas veces contempló desde las pequeñas ventanas de las casamatas del Callao, con la esperanza de regresar algún día a su hogar.

 

La isla maldita

Los que sobrevivieron a Millán y a Prudán continuaron tristemente su destino, que los llevaría hasta la isla maldecida de Estévez, lugar de continuo frío, húmedo como el sepulcro.

 

 

Cuentan habitantes del lugar que, cierta vez, vieron llegar al resto de los prisioneros del Callao y que se los veía pálidos, envejecidos y con los pies chorreando sangre. Varios lograron escapar, tal vez fueron dejados escapar, pues el logro de libertad era a cambio de muy alto riesgo: muchos fueron devorados por las fieras en las noches; otros volvieron acosados por el hambre, el frío y el temor a los animales salvajes y fueron apartados para ser fusilados.

 

La liberación

Les salvó la vida la acción triunfadora del ejército libertador al mando de Bolívar el 6 de agosto de 1824 en la batalla de Junín, pues el virrey José de la Serna e Hinojoso ordenó trasladarlos a la ciudad de La Paz para ser canjeados por prisioneros realistas.

 

 

Allí se reunieron todos los prisioneros del Callao, que tuvieron una fortaleza súper-humana para lograr soportar y sobrevivir a semejantes torturas, hambre, humillación, a las fieras del bosque y al plomo español.

 

 

El 9 de diciembre de ese 1824, día en que se libró la Batalla de Ayacucho, la última de la independencia que le puso fin a la dominación española, también se ponía fin a tan dolorosa vida de estos patriotas, que no entregaron su dignidad ni renunciaron a su amor por la Patria y que fueron verdaderos referentes del imbatible soldado creado por el general San Martín.

 

Esta reseña es una colaboración de José Olivieri, Presidente de la Asociación Cultural Sanmartiniana de la Ciudad de La Banda ([email protected]).

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