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Opinión Es tiempo de volver a las fuentes

Argentina, un país de pueblos en la ruralidad

Agustín Bastanchuri

Asociación Responde

Argentina es un país de pueblos rurales, es decir de menos de 2.000 habitantes. Son más de 2.500 pueblos, que representan el 80% de los centros habitados del territorio. Es uno de los países con mayor cantidad de este tipo de pueblos en el mundo.

 

 

Sin embargo, cuando nos describimos como país, cuando nos representamos, y –sobre todo– cuando nos pensamos, estos pueblos rurales no aparecen. Esta forma de habitar el territorio y de vivir el mundo simplemente no está.

 

 

Nuestros pueblos rurales son increíblemente distintos, tan heterogéneos como su geografía, su historia, su gente: cada pueblo es un mundo en sí mismo. Los hay con más de 400 años de historia, como Aicuña (La Rioja), y más jóvenes que la mayoría de nosotros, como Casa de Piedra (La Pampa) –fundado en 2006–; sobre el mar, como Camarones en Chubut o a 4.000 metros sobre el nivel del mar, como Olacapato, en Salta. Hay de todo...para todos.

 

 

Los afectan dinámicas enormemente complejas, relacionadas a su distancia y conectividad a su “ciudad cercana” –donde se hacen los trámites y se compran bienes y servicios–, a la economía regional que integran, al diseño institucional de su provincia –en algunas, sus vecinos eligen sus propias autoridades políticas; en otras, los delegados son nombrados por el poder municipal–, entre muchas otras variables históricas, climáticas, ambientales, sanitarias y más.

 

 

Aún así, comparten características y pueden ser analizados como categoría. Así es como lo vemos desde la ONG Responde, a partir de los más de 120 pueblos con los que trabajamos en nuestros 17 años de vida. Los pueblos rurales argentinos tienen, además, desventajas que les son comunes. En 2010, el 18% de la población rural se encontraba bajo la línea de pobreza, contra el 8% de la población urbana –medida solo por “ingresos”, como se mide en Argentina–. Es decir, un chico que nace en un pueblo rural tiene más del doble de posibilidades de ser pobre –por ingreso– que uno que nace en una ciudad.

 

Más de la mitad de los hogares urbanos argentinos tenía una computadora en su casa en 2010; en los hogares rurales sólo un 20%. La calidad de la vivienda, el acceso al agua, a la electricidad y a Internet, también son peores ahí que en las ciudades. La tasa de jóvenes de entre 15 a 17 años escolarizados a nivel nacional era, en 2009, del 49% y, en el ámbito rural, 28% (Diniece, 2009). He aquí sólo algunas de las desigualdades por haber nacido en un pueblo o en una ciudad. Es decir, somos un país de pueblos rurales, que no vemos y que olvidamos. Los pueblos rurales –desde hace décadas– pierden población, y algunos desaparecen.

 

Las ciudades, por su parte, se congestionan. Casi el 40% de los argentinos vive en el 0,14% del territorio nacional. Más del 60% de los habitantes del país vive en sólo 15 ciudades-asentamientos. Esto, sin contar las consecuencias humanas y sociales: el desarraigo, la pérdida de capital social de los migrantes a las ciudades y las condiciones a las que se enfrentan en sus nuevos entornos, por las capacidades no desarrolladas en sus pueblos. Los lugares a los que llegan, en general, no los esperan, no los contienen. En la zona urbanizada de la Ciudad de Buenos Aires, los jefes de hogar migrantes desde el interior de Argentina representan el 25,8%, en los asentamientos informales, el 27,2% (Diniece, 2009). Es decir, entre los universos de población es mayor la proporción de migrantes desde el interior del país que va a la Capital Federal y termina viviendo en un asentamiento informal. No hace falta agregar mucho al informe que produjo Techo (2016) sobre las condiciones de los asentamientos humanos en Argentina: constituyen la “máxima expresión de vulneración de derechos humanos y desigualdad en nuestro país”.

 

 

Hoy el mundo está pensando en estos temas. En cómo van a crecer sus ciudades, en cómo van a absorber territorialmente el crecimiento. En su impacto humano y ambiental. En cómo romper círculos de pobreza –y desventajas– y permitir que más personas puedan vivir bien. Nosotros vivimos en el octavo país en extensión del globo. Tenemos una capilaridad territorial fenomenal –aunque terriblemente desventajosa– de más de 2.500 pueblos distribuidos a lo largo y ancho de climas, culturas e historias distintas.

 

 

Podríamos pensar en estas desventajas como una oportunidad. Oportunidad para igualar en posibilidades a quienes nacen en pueblos rurales; oportunidad para crear más opciones a quienes no quieren emigrar de sus pueblos. Oportunidad de construir una serie de posibilidades estructurales que permitan una vida digna en más lugares de nuestro territorio nacional. Con esto, además, estaremos cuidando las ciudades, sus habitantes y ayudando a cumplir los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU a los que estamos comprometidos como país.

 

 

Es verdad que la tendencia a la urbanidad es una regla en el mundo. Cada vez más gente deja de vivir en el campo. Pero la realidad de los pueblos rurales de la Argentina es -y podrá ser- muy distinta a esa “idea” de la vida rural, del aislamiento absoluto, de la rusticidad y del atraso cultural y tecnológico. Los pueblos rurales son pequeños centros urbanos, con capacidad de producir económica y culturalmente. Y podrán ser cada vez más y mejores lugares para vivir... si así lo buscamos. Si los pensamos. Si nos animamos a generar modelos de desarrollo que se adapten a nuestras condiciones y necesidades como país federal.

 

 

Hay mucho por hacer. Potenciar de forma estratégica a los pueblos como una herramienta para cuidar nuestros recursos: aire, agua, tierra –sin residuos–. Sumar los beneficios del contacto comunal y del contacto con la naturaleza como elementos del desarrollo humano. Aceptar la tranquilidad y la seguridad –dos elementos que caracterizan a los pueblos– como externalidades positivas para el desarrollo de una vida y una familia. Hacer de ese registro ‘del otro’ un hecho posible y valorable. Sin hablar, por supuesto, de la riqueza en sí mismo que tienen estas 2.500 formas de ver y entender el mundo.

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